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El poeta miraba la luna. Pensando que era una galleta. Gómez de la Serna decía que de eso se alimentaban. Y la miraba, el poeta. La miraba como si un día fuera a descolgarse. Como si en algún momento, sin avisar, pudiera comenzar a descender ... despacio, como bajando en cuerda desde una vara de trasera de escenario. Así es como hay que mirar la luna, se dijo el poeta. Con hambre.
Como estamos cada vez más solos, más perdidos, más atomizados –aunque empieza a urticarme de tanto rozarla la palabrita atomizar–, sería bonito que entre tanto dato y estadística, creyéramos de verdad en la luna. En mirar la luna. Y en los poetas.
Nunca me ha ido la poesía, requiere de un grado de desatención de la realidad al que no soy capaz de acceder. Una abstracción tan sublime, que mi piel la termina por rechazar y solo encuentra algún velcro con las rimas e imágenes más mundanas, cínicas o malintencionadas; ahí sí, un par de versos me creo, me disfruto, y luego 'ciao'.
Me atemoriza la poesía. La leo. La disecciono. La sumo. Saco cuentas. Pero por ahí no entro. Debería, como el poeta mira la luna, mirar yo la poesía, como una galleta. Siempre pienso que algún día bajará. Que llegará a mí. Que podré saborearla.
Pero no me impaciento. Otras cosas en mi vida han ido llegando con el tiempo y la templanza. Otras músicas. Otras palabras. Otras pinturas. Y soy un obstinado discontinuo, sé que hasta el final de mis días encontraré nuevas cosas que me produzcan curiosidad y ganas de mancharme las manos.
Pero me irrita la poesía.
Supongo que le busco el matiz. La medida. El genio. Y juro por dios, que no sé diferenciar a los próceres más releídos de los flojuchos poetas de taberna adolescente. Es un prejuicio todo esto, como todo en la vida. Una fruta difícil de pelar, a la que se debe coger maña, mirar con tiento, y no morder sin pensar. Porque puede pinchar y que digas '¡no me gusta!', como estoy haciendo ahora, sin siquiera haberla probado.
Pero es que me cuesta.
Crecí en un entorno cantautoril y poetizadillo en el que me curé de alabanzas y de imágenes amables, de metáforas carpetovetónicas y de ínfulas insufribles. Yo fui el más detestable de todos aquellos jóvenes caballeros. De ahí, tal vez, algo de mi recelo actual.
No me creo algunas poses, algunas rimas, determinadas vacilaciones sentimentales, por eso me refugié en la música. Porque ahí la palabra no va sola, lleva el gesto, la melodía, la sonrisa, el baile, o el meneo leve, al menos, y las palabras tienen un valor, pero podrían tener otro, si el vestido armónico o tímbrico cambia, si la mirada del cantante es directa o esquiva, ese teatrillo escénico y musical que tan bien le sienta a la palabra desnuda.
Porque la palabra desnuda a veces parece un desnudo loco por la calle, ido de importancia, tan pagado de sí mismo, de sí misma, que ni ropa necesita, ni envoltorio que le haga mácula. Y claro, tanta osadía, tanta fe en uno mismo, en las mismas palabras, se me hace bolita en el pecho. No me pasa.
Tal vez por eso me chino con la poesía, me bichobolizo, me bunkereo, me aplasto de espaldas a la pared ante su presencia en la sala, la quiero lejos. Sería bonito perderle el miedo.
Intento a veces buscar poetas fuera del tiesto, más violentos, desubicados, destartalados, lúgubres, de todos los colores, y otras veces, recomendadísimos por grandes amigos, me dispongo a digerir a grandes clásicos, o a clásicos modernos, grandes igualmente, y paso, lo confieso, algunas páginas agradables. Media de cada catorce. Por ejemplo. Que no es un mal número. Pero luego me abato. Me esfuerzo. Me fuerzo, pero no puedo. Se me cierra el libro.
Así que aquí sigo. Mirando en la mesilla de noche cómo los poetas se quedan en la parte baja del Tetris, con un huequito imposible de rellenar, mi cabeza es la pieza que falta para terminar de leerlos y así asumirlos, dejarlos pasar a mis adentros, hacerlos desaparecer de la máquina recreativa de mi escritorio. Mucha metáfora con un juego sobre piezas rusas que caen. ¿Veis?, si alma de poeta tengo, pero es que no, es que no me sale, es que no lo disfruto.
En fin. Seguiré, como el poeta, mirando la luna, a ver si un día, de tanto relamer mis labios, termina por caer la galleta.
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