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El pan y la plata
Relatos | Rendibú ·
GLORIA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
Viernes, 20 de noviembre 2020, 01:40
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Relatos | Rendibú ·
GLORIA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
Viernes, 20 de noviembre 2020, 01:40
Al entrar en aquel salón, muestra del buen gusto y de la excelente crianza, ya no se sentía disminuido. Aunque nunca pudo desprenderse de la timidez, o el desconcierto, de esa irrealidad de la primera vez. Comparando las estrecheces de su casa, ah, su pobre madre, cómo se avergonzaba de ella, del amargor de sus menudos hábitos: brutales y ridículos. Y de esa reducción del mundo, frente a la amplitud y seguridad de las personas con clase.
-No debimos llegar tan temprano. Pero ella siempre quiere comentar...
Pensaba en los escudos, los tapices flamencos o en aquellas arañas de Murano, sobre un mayordomo de frialdad y eficiencia británicas. El muaré y su tornasol, las perlas y su oriente, los muebles delicados y confortables. Las esfinges, que se contorsionaban en los brazos de los asientos. Centros de mesa de camelias, renovados de continuo. Símbolos de lo superfluo, del despilfarro.
Cuántas noches anhelé ser recibido en un sitio así, meditó. No ha sido camino fácil, mas aquí estoy. Ya no me aterra al juicio, el que la invitación no me incluya, como un reproche mudo o una exclusión. Resplandece la escalinata, el vencido peldaño.
Mas un biombo, finísimo, lo apartaba de ellos. Era incapaz de explicarlo con lógica: se acumulaban nimios gestos, omisiones casi imperceptibles.
-Bien, ¿y qué?
Se casó con una mujer alta, severa, rica. No la amaba, en absoluto. Él se hallaba por entonces encaprichado de una jovencita de palidez ardiente, de expresiones melodiosas o aniquiladas por el ansia. Había sido un hombre apuesto, la madurez no le despojó de todo poder o servidumbre: aún atormentaba con sus desdenes a alguna amiga. Fiel no, jamás lo fue. De su esposa ignoraba casi todo, sin escrutar en sus sentimientos ni intervenir en sus viajes. Aun así, se toleraban cordialmente, urdían pactos, alegrándose por su confusa felicidad.
Me parece justo el trueque, recapituló. Además, el negocio amenazaba ruina y lo refloté. La empresa es ya más mía que de sus antepasados.
Servicios de plata Witherman, comida selecta y deliciosa, servilletas dobladas como mitras, conversación ensayada por generaciones para ni informar ni ofender. Paseaba por la sala observando los lienzos. Había leído mucho sobre Arte, de forma autodidacta, disfrutándolo ya con independencia de sus deberes de huésped.
Un paisaje, con campesinos que recogían heno, devolvió a su familia. Las pacas cilíndricas, el almiar, el sudor salino. Labriegos que se abrasaron de sol a sol para sobrevivir: animalmente, sin cultura, bajo un destino inescrutable.
-No es un Corot, pero quien lo pintó merece ser llamado discípulo. La luz temblorosa, las sombras que dudan, son las del francés.
Después se fijó en el retrato de una muchacha: falda corta y peinado de los años veinte. La abuela de aquella aristócrata que los acogía bajo su techo.
-¿Qué batalla te tocó a ti, favorita del Olimpo? -preguntó sin palabras a la chica-. Si naciste con el sendero mullido por el rango y el oro. Si conocías la culminación de los placeres; y eso desde el día uno de tu existencia.
La miró con desprecio. Un resquemor de siglos atenazaba.
Oía voces femeninas, de tonos helicoidales, por lo que calculó que le restaban unos minutos de soledad. Hasta que se hubiesen piropeado entre ellas, con una sutileza terrible, casi de insulto, el rito no terminaría.
Al penetrar su esposa en la habitación, supo que le habían referido algo desagradable. La mínima almendra en el entrecejo. Arrugada comisura.
-¿Va todo bien?
-Perfectamente. ¿Por qué lo preguntas?
Sonaba, a lo lejos, un piano. El nieto de la duquesa estudiaba en el Conservatorio y esta, sin imponer a sus huéspedes un recital, a la antigua usanza, ensalzaba así las viejas tradiciones. Debido a la extensión del edificio, se diría un hilo musical muy tenue.
El marido retiró la silla de pies mitológicos, para que su mujer se sentase.
-Gracias. Ya, ya está.
Cuando se acomodaron las señoras, tomaron asiento los caballeros. Presidía la comida la anfitriona. Un ventanal de cristales emplomados iluminaba la espalda de la duquesa. De pronto se llenó de gotas.
-¿Han visto un año más lluvioso que este?
-A mí no me molesta -repuso un caballero-. Induce a evocar, a leer.
-Pero habíamos programado un café en el jardín.
-Quizá escampe. Son tormentas de estío; breves como amores de juventud.
La exacta coreografía, ninguna bailarina que desentone, inimaginables los movimientos bruscos. La dorada gasa de un almuerzo a lo Proust. Se detuvo en un escorzo: su esposa, de perfil, hablaba de unos jinetes de habilidad prodigiosa. Del hipódromo al concierto. Aunque al observar sus manos, quizá lo único realmente bello en la dama, entendió cuánta rabia se estremecía, controlada, entre sus falanges.
-¡No, no! Creo que no me entiende.
-Perdone usted. Mi torpeza...
Algo le ha sucedido- pensó&ndash. Quizá se explayase después, a solas.
De pronto, se cruzaron miradas. Las de ella con otra damita, con quien él había tenido un affaire insignificante; hoy era incapaz de evocarlo. La joven hizo una pregunta al marido:
-Creo que le gustan a usted los desnudos. Me lo comentó un amigo, también amante del arte.
No hacía falta ser un criptógrafo. Tenía un sustituto en su cama, de dulzuras imprevistas. Los celos estaban fuera de cuestión, a pesar de su intento. Ella, por lo demás, le era indiferente.
-Soy un hombre mayor. Se nota en mis predilecciones pictóricas. Pero la representación del cuerpo humano, mitad dios, mitad carne débil, indefensa, aún me atrae. Bravo por tu nueva compañía, disfruta con él: la brevedad de la existencia talla, como diamantes, los segundos de deleite. Probablemente un varón más joven y vigoroso. Yo hubiese hecho lo mismo.
Su mujer; un rictus que lo desasosegó. Los nervios, aquel tic en la boca, lo traicionaban. El nieto pianista había concluido ya, la lluvia también. Sin percatarse, transgredía los modales centenarios. Picaba miga de la baguette de su izquierda, el lado que no le correspondía.
La esposa giró blandamente el cuello. Todos callaban.
-Querida, perdona. He estado comiendo de tu pan.
No pasó un segundo; con la velocidad de un áspid que se revuelve, alzó la voz.
-Es lo que llevas haciendo toda la vida.
Un silencio gélido se impuso y solidificó. El hombre sudó, gota caliente sobre el parietal, y respiraba ahogándose. Le fue difícil ponerse de pie, frente al juicio de tantas miradas. Dejó la servilleta sobre el plato.
-Disculpen. Es asunto inaplazable.
La duquesa no oía bien, aunque se negaba a reconocerlo, y él no había gritado. Así que la anfitriona se hallaba atónita ante la unanimidad de los comensales, ante su parálisis y expectación.
-Gracias, señora.
Allanó el corredor de sanguinas sobre arquitecturas fantásticas. Escaleras imposibles y muros falsamente superpuestos. Un estupor frío, una hiperventilación ansiosa, le hicieron creer que iba a sufrir un ataque cardiaco.
-¡Mi pecho! ¡El corazón!
Se enderezó con dificultad. Durante unos segundos esperó, inútilmente, una disculpa de su mujer. El segundo palacio, en forma de jardín, se desplegaba a la izquierda. Unos ventanales lo enmarcaban. Un verde suave bruñido de luz. Supo que no volvería a disfrutar de sus placeres y la nostalgia, de lo aún no ido, lo corroía.
-¿El señor se va?
Tres doncellas de color, uniformadas de un blanco impoluto, llegaban con la comida por el pasillo. Parecían diosas de una mitología arcaica. Las bandejas de plata brillaron con el nuevo sol, resucitado.
-Sí. Sí. Adiós.
El pomo se congeló entre los dedos. Se iniciaban, solo entonces, los comentarios sobre las novedades y aquel inminente café bajo las pérgolas humedecidas.
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