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ILUSTRACIÓN: JOSÉ MERLOS
Perros que muerden

Perros que muerden

Relatos | Rendibú ·

ISABEL CASCALES MONTESINOS

Sábado, 28 de noviembre 2020, 01:41

Ha llovido durante días, sin tregua para la miseria. Los niños de la colonia chapotean en las pozas lodosas, empapándose con el agua sucia que desborda el río en olas pútridas.

Una pequeña gaveta de madera circula corriente abajo; dentro, un lío de trapos con olor a madreselva y heliotropo.

Por un momento el bulto parece moverse; emite un quejido y vuelve a quedar inmóvil. En la ribera, Clarita contempla el aleteo de una mariposa encandilada por la luz ámbar del mediodía. A su alrededor, Chuy lanza cantos esféricos contra un ejército de insectos imaginarios.

Clarita se levanta y llama al hermano; echan a andar por una vereda que se interna en la selva. El cielo encapotado da paso a un azul brillante que difumina el horizonte.

Los adultos de la colonia despiertan con el hambre enroscado a las gargantas resecas. En la chacra, María anima el fuego como una sombra, con las entrañas calcinadas hasta los huesos. Un borbotón de lágrimas le chorrean por la cara, pero no osa protestar; aún tiene presente el recuerdo de la última paliza.

Manuel no consigue justificar la maraña de contradicciones que lo azotan por dentro.

¡La madre que parió a la pobreza!, ¡maldita vida en estas ciénagas plagadas de ponzoña! La escasez les robó el llanto, como una perra rabiosa devorando a dentelladas su carne, reducida a esquirlas de ámpulas malolientes.

El calor del trópico suspendido en las rodillas cual mierda de chancho fosilizada, tedio sin tregua, siempre pululando con la panza vacía por los brezales, escupiendo espumas de angustia.

Ninguno imagina lo que se les viene encima, el ciclón que va a engullir el aire de estos desgraciados.

Los más pequeños observan al recién llegado con ojos espantados. Va vestido de blanco impoluto; se afana con unas cajas depositadas en el entarimado de la plaza.

Una nube de mosquitos anquilosada en el parabrisas del Chevrolet, semejante a las que cubren las lagunas infectadas.

Chuy baja descalzo por la pendiente hasta la cerca de varas pintadas de rojo que vetan la entrada al huerto del cacique; hay aperos arrinconados entre petates plenos de frutos despachurrados que huelen a fermento.

Trata de alcanzar un plátano que cayó al piso, pero el reptar de la culebra en los árboles le detiene.

«Ven conmigo, comerás caliente y tendrás un televisor para ti solo», le dijo el forastero. Chuy duda; ni de pura casualidad pilla algo más que el sobrante de su dizque padre, no conoce cama o baño decente en la pocilga donde radican, todos amontonados, jodidos, muertos de hambre.

El lomo curvado de María, la tez chamagosa, lombricienta; negro futuro que escapó de entre sus manos por las falsas palabras de quien no la quiso sino para sacarle el chingue.

Mucho voltea Chuy el asunto en la cabeza engullendo un trozo de pan tostado con ají molido.

En la colonia circulan historias sobre niños que se esfuman sin dejar rastro en mitad de la noche cada vez que se ven extraños por Santa Marta. Le rechinan las muelas de puro coraje; presiente algo feo envuelto en una cobija de mentiras desmañadas, que siempre acaban en los pilotes carcomidos del muelle.

Un revoloteo de ángeles arremete contra el muro donde acaba el sueño que graba en su frente la marca del abandono, del esquivar una muerte precoz a costa de dar la espalda a la vida.

La densa penumbra aniquila la horizontalidad del corredor. Una miscelánea de humedad y rata muerta da idea de la antigüedad del cuchitril, precedido por una cerca de láminas de fierro oxidado.

El laberinto de galerías obliga a descender varios niveles desde la superficie, rebotando en una luz verdosa que apenas ilumina el espacio.

Chuy da dos pasos y luego se detiene al notar la falta de eco. Una lata con restos de ave es atacada por cucarachas de antenas agitadas.

El barullo creciente de las bombas que sanean el agua de los tinacos más profundos. Chuy no mueve una pestaña en la repugnante oscuridad; le viene un nombre a la mente, pero es incapaz de pronunciarlo.

Le había visto en una de las piezas destinadas al 'ganado', custodiado por una horrible mujer de pellejo amarillento. Crujido de tinieblas, de bestias liquidándose unas a otras en una atmósfera fétida y mohosa hasta la médula.

Le arden las costillas como si lo hubieran azotado con fustas de metal candente.

Su cerebro no puede borrar la imagen de Beto despanzurrado, como un guiñapo cubierto de sangre.

Por qué cojones se había subido al Chevrolet en el último segundo si era obvio que nada bueno le esperaba después de sorprender a Manuel trincando el dinero como una puta de carretera.

¿Sería posible rescatar del silencio una verdad tan espantosa?

No sabe qué acaecerá a partir de ahora; el coronel y sus secuaces ya lo buscan, incluso antes de que saliese del barco con las cenizas de los huesos de otros niños en el corazón.

Oyó hablar vagamente de cadáveres mutilados que fueron encontrados en un recóndito paraje del norte.

La fosa excavada está camuflada dentro de la red de pozos sépticos del complejo.

En la parte superior del dintel de acceso al matadero un letrero con la leyenda 'Sala de Esterilización', una nevera bajo el piso principal, donde lo abominable se mezcla con la solidaridad para diluir el aroma acre de la descomposición acumulada de muchas vidas perdidas que nadie reclamó jamás.

Corre en círculos, sin rumbo; distingue un carro volcado en el arcén con las llaves todavía puestas.

Chuy es ahora un náufrago que escruta el océano aguardando un salvavidas mientras cae al abismo de algo impensable.

Manuel con barba de abuelo, bañado en sudor, anclado a un peso enorme desde que entrase en tratos con el diablo vendiendo a Chuy al extranjero.

No le queda un centavo porque se lo bebió para embrutecer el silencio que espesa la penumbra en aquel rincón del mundo, en el que los cobardes entregan sus hijos a los perros por un plato de frijoles y la muerte es solo una tormenta que les golpea antes de exterminarlos.

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