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JOSÉ MERLOS
PATOJO

PATOJO

Comunidad q'eqchi' en el Ixcan, Guatemala. 1973.

ESTÍBALIZ MADRAZO SAN EMETERIO

Jueves, 5 de noviembre 2020, 01:39

Pedro nació y murió y no lo vieron. Solo aquella noche en el monte. Era el número tres de una marimba de siete. Su madre, en el comal, veía inflarse las tortillas y las daba vuelta. Pedro era oscuro y lleno de tierra.

En el tiempo del conflicto armado, era un patojo que temía a las víboras y a las tablas de multiplicar. Los mayores temían al ejército y se escondían en la selva, más antigua que los mayas más antiguos. Él jugaba a esconderse con los otros niños, distinguiendo bien el juego, de la vida.

No lo miraban mucho en ese tiempo, a no ser que se enfermara o tuviera que cuidar de los pequeños. Pero casi siempre era su hermana Marta la que los cargaba, limpiaba, cantaba. Pedro la miraba a veces con sorpresa: parecía un duende su hermana, un espíritu silencioso y ágil. Nunca estaba muy contenta pero sabía hacer de todo y tenía todas las respuestas.

Cuando se fueron al monte, Pedro extrañaba sobre todo la pila de casa. Le gustaba lavar la ropa y los trastes, aunque otros niños lo cargaran por eso.

Lo bueno de huir es que no hay escuela. El cura flaco que iba con ellos se empeñaba en darles clase algunos días pero era fácil convencerle para cambiar la aritmética por historias. Pedro amaba las historias. Quería ser todas las vidas de todos los cuentos y en los cuentos se veía. Aunque nadie más lo viera, él se veía.

El padre narraba despacio, por el asma y porque iba inventando mientras decía. Marta miraba al piso y lo atravesaba; Pedro pensaba que ella veía los cuentos a través de la tierra, dentro del mundo, debajo de todo. Él en cambio miraba la barba a pedazos del cura flaco. Y el movimiento de sus labios. Y sus cejas largas y enredadas.

Olía más a selva por las noches. Se escuchaban roces de monos sobre sus cabezas. A ratos parecía la felicidad aquella espera. Pedro se preguntaba qué esperaban, hasta cuándo por el monte, qué vendría después, qué había fuera. Es raro pensar que moverse es una espera pero el miedo tiene sus matices.

Una noche escucharon ruidos. Pedro no, los mayores escucharon. Pero el terror cotidiano le dijo que había que irse, rápido, morral y arriba. Sus piernas eran fuertes y a veces adelantaba a los mayores. A su padre o a Celestino, el de la tienda. Hacía mucho que no vendía nada, claro, pero seguía siendo el de la tienda.

Los disparos se escucharon de pronto huecos y con eco. Su madre, sin mirarlo, lo empujó hacia su corte. La nariz se le incrustó en el huipil de colores. Olía a humo su madre, como cualquier madre. Se escondieron tras un árbol ancho y áspero. Los hombres caminaban despacio alrededor, sin hacer ruido. No veía a su padre pero sí que Celestino llevaba su arma vieja entre las manos, preparada para responder con fuego al fuego.

Todo se aceleró de repente, como en una publicidad de la radio en la que el locutor hablaba cada vez más deprisa y daba mucha risa. Silbaban y golpeaban las balas. Pocas, pero tan llenas de muerte como el lamento de la Llorona. Pedro sabía que no había que hacer ruido. Ni moverse. Si te ven te matan. Un brazo de hombre los empujó a los dos, a Pedro y a su madre, y subieron más arriba, la colina, entre matojos que arañaban. Rápido y en silencio como fieras asustadas. Se hizo largo el tiempo después de las balas, tiempo arriba y arañado, con miedo a que escucharan cómo respiraba.

Y el sol no salía. Pedro quería el sol para dejar de tener miedo.

Cuando ya no hubo balas y pudieron descansar, Celestino dijo que solo unas horas, después había que ir hacia el oeste. Alguien llamó a su madre. Marta, decían. Todo el tiempo, Marta. Una mujer lo agarró cuando quiso ir a ver pero logró zafarse. Corrió colina abajo hasta el grupo de gente. Sin sol no se entiende la vida. No podía ver lo que ellos veían. Entró entre las piernas y los cortes, y la punta de su zapatilla tocó un cuerpo blando, acostado en el piso. Es tonta mi hermana, pensó, por qué se acuesta. Estará cansada esa patoja muda. No comprendió hasta que le vio los ojos, clavados en el piso, como cuando los cuentos, como atravesando la tierra para ver las historias. Ya no está Marta, se fue hacia dentro del mundo. Sus padres no lloraban, nadie hablaba, a él no lo veían.

Mejor se fue. Y se sentó despacio, un poco más lejos. A esperar que los mayores hicieran las cosas que se hacen con la muerte en el monte, mientras la espera, corriendo delante del ejército, hacia el oeste, sin saber qué pasa fuera.

Al día siguiente salieron de allí sin Marta y sin el hermano de Elías, que se acabó de morir por la mañana. El cura rezó sobre la tierra de los dos. Pedro pensó que al fin su hermana, esa patoja estúpida, estaba en el lugar en que veía los cuentos. Si ella sabía todas las respuestas y hacía todas las cosas más difíciles, no entendía cómo podía no haber esquivado las balas.

Caminaron dos días sin detenerse. La noche que pararon, su padre lloró. Pedro nunca había visto llorar a ese hombre que a veces le daba miedo. Aquella noche, su madre lo miró. Estaban sentados los dos con Sandy, tan pequeña entonces que aún comía tierra. Mientras colgaba a la bebé de una teta, su madre lo miró, mucho tiempo, muy fuerte, como hacia dentro y hacia abajo. Pedro se puso contento. Y después lloró, con ruido, con mocos, con sofoco. Extrañó de pronto la pila, los trastes, a Marta lavando y cantando en lengua.

Cuando por fin llegó el sol, esta vez no se fue el miedo.

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