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No hay nombres, sino anécdotas
Relatos | Rendibú ·
HÉCTOR TARANCÓN ROYO
Jueves, 26 de noviembre 2020, 02:00
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Relatos | Rendibú ·
HÉCTOR TARANCÓN ROYO
Jueves, 26 de noviembre 2020, 02:00
Doy un paso, ¿pero he dado realmente ese paso? Hace frío y es la hora del mediodía en la que el sol más calienta. No hay nadie, pero oigo las risas de los niños en la piscina. Veo paellas dirigirse diligentemente hacia su casa y, a la vez, solo el aire y los animales pueblan las calles.
¿He traspasado los límites, o he obviado alguna pista y me he perdido en otro sendero sin salida? Con todo así desplegado, es difícil decidirse. Hay ocho ventanas, en hilera, que ocupan prácticamente la mitad del salón. Justo al lado, en otro tiempo, el único pasillo de la casa acaba en el balcón y se precipita sobre el mar.
Me alejo de la orilla y nado lentamente hacia las boyas. La gesta me fascina, he oído el relato de la batalla de mi padre o del novio de mi tía: historias sobre el esfuerzo, la hombría física, y los monstruos que pululan en la profundidad. Medusas, incluso tiburones, que podrían poner fin a mi vida. El riesgo es enorme, y a él me entrego magnetizado, pero en cuanto me alejo un poco, tan solo algo más allá de los límites seguros, noto cómo mi madre empieza a hacerme señas. Al no hacerle demasiado caso, se levanta y exagera los movimientos. Gracioso ahora, con toda casi toda probabilidad, para un niño de diez años es bochornoso e innombrable. Tanto si me fijo, como si no, sé que estará ahí atrás, cual operaria de aeropuerto, con los brazos girando como un molino, atenta a que nada se escape de su control, hasta que ocurre el desastre. Una vez, ante el más que previsible acto de rebeldía e inconsciencia, echa la bolsa de plástico en la arena húmeda.
La humedad lo invade todo. Los objetos están pegajosos, el chocolate acaba derretido a los pocos días, y el cuerpo vuelve a sudar instantes después de salir de la ducha. A su modo, avisan de lo que vendrá después. No obstante, resulta tolerable cómo algo que rompe la armonía del verano, o el ambiente cada vez más cargado de una película de terror, cuando por la noche cuesta dormir, vuelta y vuelta en la sartén del insomnio, o amanece, en la frescura de la promesa, y la arena todavía fría espera una gran huella para toda la humanidad. Entre ambos momentos, a veces me llevan a la gran ciudad para comprar, en comparación con los dos o tres establecimientos de playa que cobran, hasta el producto más básico, por duplicado. Masacrada de turistas, y eliminado el mar de la ecuación con el asfalto respirando calor, la humedad es asfixiante. Su acción es rígida, impenetrable, y activa un vago instinto de supervivencia. Siempre voy a la misma tienda, grande y con mucho material antiguo, después de esperar casi una hora para aparcar. Ambigua comprensión, el gasto de gasolina por el aparcamiento, y desidia absoluta: más de media hora mareado viendo pasar por la ventana lo que más quiero una y otra vez, como el amor y las amistades después.
Los detalles son importantes. Las ventanas grandes del salón son correderas y crean subdivisiones, ¿será lo mismo mirar por un lado que por el otro? No tengo prismáticos, ni cámara profesional. Siento el poder para captar algo esencial, y eso mantiene mi vigía. Me pierdo el escaso paisaje que se abre ante mí. A veces pasa alguien, con total normalidad. ¿Dónde estás, enemigo? La casa me respira y me digiere, y a ratos soy un mueble más que aguarda la herrumbre. Cuando no, me concentro en las estrellas, y el muñeco de nieve, que hay pegadas a las ventanas. Atestiguan que, una vez, hubo una familia aquí. Sus miembros soñaron mundos, celebraron cumpleaños, y crecieron juntos. Ahora, estudiantes y otros tipos de gentes van ocupando el espacio. Poco a poco va recibiendo marcas, pero ya no hay alguien que vea su evolución a lo largo del tiempo: la casa se desconoce, al igual que yo, cansado de conocerme a mí mismo. Entonces, hago de la ventana un plano de la realidad, y esbozo con cuidado los instantes que más me han impresionado. Borro algunos detalles, tergiversados por la memoria, y defino los vacíos. Una vez emplazadas las metáforas, y su ambigüedad, insisto hasta conseguir los colores. Destilo las emociones hasta sacar su esencia. Dejo a un lado la melancolía, y su falso tono solemne, o el tacto, entre calles, camas, y películas, en los que aparece la triste figura de la amada en la lejanía. Abstraigo los deseos, y fijo la impronta aunque siga desarrollándose. ¿Qué haré cuando ya no quede espacio para representar? Olvidaré.
El padre, que muchas veces no está, que casi siempre está ausente, emplea grandes cantidades de dinero en cómics y muñecos. No puede hacer otra cosa, no entiende las cosas que van más allá de sus propios pensamientos. Así, al principio lo veo más, aunque siempre acaba desapareciendo. Apaga su móvil, dice que va a visitar a un familiar. Paso horas, días, e incluso semanas, sin saber nada. No parece demasiado preocupado en llamar, y el abandono se hace incómodo, palpable, hasta producir la metástasis.
Persisto, la mezcla es impura. Rebajo la intensidad, oigo el rumor del mar. Me encanta bañarme, paso horas mirando el horizonte, o eso me han dicho años después que solía hacer, sin que yo sea capaz de recordar ningún momento así. Me pierdo, y recupero el odio que siempre intento disimular cuando bajo a la playa. No me gusta la arena, cómo se queda siempre pegada al cuerpo, las revistas y las chanclas, por enésima vez lavadas. Que haga del piso un desierto, puede ser comprensible, pero no que permanezca aún por la noche. Tampoco me causa gran emoción la crema solar, solo presente para favorecer la viscosidad, los granos que me infectan, el estúpido y absurdo pasatiempo de estar quieto y tomar el sol. Para distraerme, me bajo los cómics a la playa. Los pringo, se humedecen. A costa de su permanencia, me transporto. Absorbo la unidad de los grandes grupos y el carácter marginal de los mutantes, la victoria contra el mal y la derrota agridulce de otro ser incomprendido, la urgencia del deber y las consecuencias del exceso de poder. Sigo por la tarde aprovechando cada punto de experiencia. Escojo habilidades de combate, cubro los vacíos de mi personaje. Mejoro por momentos, aprendo de mis errores. Vuelvo atrás, rehago la historia, y cambio mi destino. Hay mucho por explorar, resolver y vencer. Se hace de noche, otro día que no veré el amanecer a las siete de la mañana. A las tantas, mi abuela pasea, hace preguntas absurdas. Le urge lo evidente, necesita saber que todo permanecerá al día siguiente. Todavía recuerda, se mueve. Llega hasta el balcón, satisfecha, y vuelve lentamente a la cama. Sabe que todo juego tiene unas reglas, y las respeta. Cumple con el riesgo momentáneo de la aventura, y la necesaria seguridad del origen. Aunque nadie la reclama, teme que la realidad se rompa. Podría caerse, quedarse dormida en el frescor de la noche, o imaginar la escasa probabilidad de que su nieto, un día, violará los límites establecidos, irá más allá y, a su vuelta, encontrará los cómics que nunca quiso, que ahora solo guardan el polvo en las estanterías, totalmente mojados e inservibles.
No hay nombres, sino anécdotas, y, mientras todavía me despierto, algo pesado y confundido, llega el momento de volver a comenzar, de hacer el desayuno. Dudo, no sé con qué romper la rutina ya, e intento hacer algo especial. La mantequilla se va derritiendo y la persistencia de la memoria se va difuminando blanda, imperfecta, porosa, hasta que ya no queda nada, y apago el fuego.
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