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ILUSTRACIÓN: M. SAURA
La navaja

La navaja

Rendibú | Relatos ·

INMACULADA MIRALLES GUARDIOLA

Martes, 17 de noviembre 2020, 02:10

-¿Has traído la navaja?

-No.

-Joder. Dijiste que la traerías hoy.

-Mi padre la ha escondido.

-Lo dijiste: «Me la traigo y se la cortamos». Eres un rajao.

-Cállate, maricón. A ver si te la voy a cortar a ti.

Fede guarda silencio. Guille es un poco más alto que él, tiene los hombros más anchos. Pero a mí el silencio de Fede me da miedo. Lo miro de perfil, rumiando sus gusanitos.

-Ahí está -dice.

Estamos los tres agazapados tras la esquina. Todos los días es igual. Cuando suena la campana de la última clase, Guille, Fede y yo recogemos los libros y cargamos sobre un solo hombro nuestras mochilas de dos asas: luego salimos a la calle y empezamos a dar vueltas para buscar a Mori. Por el camino, Fede se ha comido una bolsa entera de gusanitos con sabor a queso.

-Puto pelofanta -dice Fede, señalándolo con un dedo naranja.

A veces lo encontramos y a veces no. Porque él también hace por esconderse, o se mezcla con la gente en la plaza. Pero nunca pasa desapercibido. Mori lleva la mochila de dos asas sobre los hombros escuchimizados, curvados hacia adelante. Las asas son de color rosa y tienen circulitos de purpurina estampados. El resto de la mochila es igual. Además, Mori lleva el pelo largo, le cae en bucles a ambos lados del cuello. Camina despacio hacia nosotros.

-Hola, calabaza -dice Guille, saliendo a su encuentro.

Fede y yo le seguimos. Es que Mori es pelirrojo. Nos contempla fijamente, con sus enormes ojos del color de la miel. Tiene pecas como lágrimas bajo los ojos.

-Hola -susurra.

Guille resuella como un animal. Solo ha tomado aire, pero en sus pulmones el aire suena a rabia, a rabia en espumarajos. Entonces flexiona la rodilla y golpea a Mori en el estómago. Es un golpe seco, potente. Mori cae al suelo de costado, cae como a cámara lenta. Se queda un momento suspendido en el aire justo antes de desplomarse.

-No, por favor -dice.

Fede se inclina y le pega un pescozón, pero fuerte, tanto que la frente de Mori rebota contra el suelo. Luego se saca la picha y le mea encima, sobre la mochila de lunares. Entonces nos mira a Guille y a mí, como esperando algo.

-¿Qué pasa? -pregunta-, ¿no os meáis?

Guardamos silencio. Guille dobla las rodillas, coge una mierda seca de perro y se la tira a Mori a la cara. Le salpica como tierra.

-Venga, vámonos -digo. Y me agacho yo también para golpear a Mori en la espalda como si quisiera hacerle daño.

Por la tarde, acompaño a papá a hacer unos recados. Él entra en la oficina de correos a entregar unas cartas y yo le espero en la calle. Junto a la oficina hay una tienda de utensilios de caza y pesca. Hay varios rifles y sofisticadas cañas expuestas en el escaparate. También hay una colección de navajas de distintos tamaños sobre un tapete de color verde, que pretende imitar un espacio de hierba. Echo un vistazo a la puerta de correos y papá sigue varios puestos por detrás del primero en la cola de envíos. Entro en la tienda de caza y pesca.

-Hola, quería una de esas navajas que hay en el escaparate -digo.

Un hombre de bigote espeso y papada me contempla tras el mostrador. Lleva una camisa de cuadros. Sobre su cabeza, la cabeza de un jabalí muestra sus colmillos afilados desde la pared.

-¿Cuál? -pregunta el hombre, con recelo.

-La más barata -digo.

Dejo seis euros en el mostrador y el hombre me entrega una moneda de cinco céntimos y la navaja envuelta en papel de celofán.

-¿Qué hacías ahí? -pregunta papá, cuando salgo de nuevo a la calle.

Le digo que he entrado a saludar al profesor de ciencias naturales y volvemos a casa.

-Mierda, se me ha vuelto a olvidar la navaja -confiesa Guille, cuando ocupo mi asiento junto a su pupitre.

Me encojo de hombros.

Cuando suena la campana del recreo, me quedo atrás hasta que no queda nadie en el aula. Luego acudo al pupitre de Mori, abro su mochila rosa con círculos de purpurina e introduzco el paquete de celofán con la navaja en su interior. En el fondo hay un bocadillo envuelto en una servilleta. Mori se ha olvidado el almuerzo. El bocadillo lleva pegado un post-it amarillo en el que puede leerse: «¡No te olvides el almuerzo! Te quiero. Mamá». Y el dibujo de una carita sonriente. Vuelvo a leer el mensaje. «Te quiero». Miro la cara sonriente. Cuando me levanto, Mori me está observando desde detrás de su mesa, muy quieto. Lleva una camiseta rosa con un unicornio estampado. Detrás del unicornio hay un arcoíris. Los bucles pelirrojos le caen a ambos lados del cuello. Tiene pecas como lágrimas bajo los ojos de pestañas rizadas. Ha vuelto a por su almuerzo.

-Te lo has olvidado -le digo, extendiéndole el bocadillo.

-Hoy no tengo ganas de pegar a Mori -dice Guille, al terminar las clases. Lo ha llamado por su nombre. Creo que nunca le había oído llamarlo por su nombre.

-De todos modos, me he olvidado la navaja.

Decido acompañarle a casa. Sus padres están de viaje. Pasaremos por el McDonalds y compraremos dos menús para llevar. Luego Guille me dirá de ver una porno en internet y yo intentaré persuadirle para que mejor juguemos al Fifa. Insistirá con la porno. Insistiré con el Fifa. No sé quién se rendirá esta vez. Cuando termino de preparar las bandejas en la cocina, voy a buscar a Guille.

Voy a buscar a Guille y lo encuentro echado de rodillas en el suelo del baño. Ha vaciado tres neceseres y los dos cajones que hay bajo el lavabo. En el suelo hay dinero, paquetes de clínex, blísteres de pastillas, un lápiz de ojos, barras de labios. Un frasco de perfume casi vacío. Y una navaja.

Guille se pone en pie para mirarse en el espejo. Tiene los ojos ligeramente enrojecidos. Destapa una barra de labios igual que desenfundaría una navaja y se pinta la boca de rojo. Se limpia las comisuras para que quede mejor. Se mira en el espejo. Tiene lágrimas como pecas bajo los ojos oscuros.

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