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Todas las muchachas bellas
Relatos | Rendibú ·
Cristina Morano
Miércoles, 25 de noviembre 2020, 01:24
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Relatos | Rendibú ·
Cristina Morano
Miércoles, 25 de noviembre 2020, 01:24
Yo importo. Presido sesiones, gestiono ordenanzas; mi marido es esbelto y se cuida. El jueves dijo: «Quien no está con nosotros, está contra nosotros», al ver las maletas en las manos del taxista.
He estudiado y trabajado muy duro para decir: gracias.
Gracias por subirme el pedido, gracias por aceptar mi tarjeta, gracias por limpiar la casa, gracias por ordenar mi agenda, gracias por reservar el hotel; puedes marcharte, gracias.
Para olvidarnos del trabajo en la capital, mi marido pidió bebidas transparentes en el bar lounge del resort. Antes de bajar, habíamos usado el aseo de la suite para despejarnos del viaje. Le vi muy guapo; últimamente, le dije, te veo más guapo. Has perdido el delicado esqueleto que jugaba al pádel, para recubrirlo de la musculatura que corre y hace fondos a diario. Me gusta tu vejez, añadí. Nos besamos entonces en la rápida mejilla, en esa piel eléctrica y seca, cercana al labio pero sin la saliva candente que empalaga las bocas. Y solo una toalla recogía las breves caderas.
Mientras tomábamos un cuenco de arroz negro coronado con una cigala salvaje y una hebra de cilantro, yo miraba mis redes de internet, pasaba rápido las pantallas con el pulgar derecho y sostenía un vino perfumado con ajenjo en la mano izquierda. Decía 'like' a quienes daban 'likes' bajo mis fotos del finde. Bajaba y bajaba por la red social y aparecían anuncios publicitarios de vestidos de fiesta. Pero la fiesta ya había tenido lugar, ya descansaba en el extranjero, ya sosegaba mi cuerpo. Ya no me interesaban esas perlas cosidas a diademas, esas organzas fruncidas, esas asimetrías.
La inteligencia artificial que seleccionaba esos elementos para mi aprobación, parecía vivir en el pasado.
Comenté las fotografías de nuestros amigos en el chat del Club de Golf. Alabé sus ocurrencias sobre el hándicap de mi marido. Entré en los motores de búsqueda para ver las últimas noticias. Internet siguió anunciando vestidos. Mi secretario envió cuarenta y tres mensajes pidiendo mi atención. Silencié mi teléfono.
Di las gracias al camarero, accedí a otro salón para los cafés. Dije: gracias por el postre, gracias por apuntarlo a la habitación; puedes retirarte, gracias.
Concluí ante mi esposo que no tenía más remedio que volver para una comparecencia. Él opinó que hacía lo correcto, que marcaba diferencias, que me debía a mis votantes, que me esperaría. Dijo: «Tratemos de evitar el alarmismo en las poblaciones, no vejemos los nervios ya alterados de la población, presentemos la crueldad pero solo la necesaria».
Ante la perspectiva de pasar un día y una noche solo en el spa, rio abiertamente y me cogió por la cintura: «Los pueblos se mueven ansiosos en busca de instituciones o de hombres que sean puntos sólidos en la vida. Ahora tú eres ese hombre», enunció con la voz ronca. Se giró en la cama para leer unas líneas de su libro, mientras yo miraba por el balcón de la suite, la luna subiendo toda la noche sobre la montaña y el valle inmaculados.
Al día siguiente, muy temprano, desayuné sola en el restaurante del hotel mirando los mensajes del chat de familiares y amigos. Luego leí la prensa en mi 'tablet', buscando aprobación y orgullo también en mis conciudadanos. Pero solo había desdicha y quejas; como la redes de internet, incapaces de predecir lo que anhelaba, el público seguía viviendo en el acontecimiento pasado, peleando por entender actos consumados, llorando hechos sin remedio. Pero yo tomaba unos huevos aliñados con pétalos y deseaba un conjunto nuevo de lencería para entender por qué un hombre y una mujer se buscan, se aprietan el cuerpo sobre la mesa de escritorio de una provincia española y lejana en el tiempo. Pero internet me ofrecía viajes o vestidos de ceremonia.
Mi asistente me recibió al bajar del Falcon. Quise decirle: gracias por el argumentario, gracias por convocar a los medios; no insistas, gracias. Volveré esta misma noche a Portugal.
Aunque no lo entiendan los que aquí se disponen a escucharme, aunque no lo admitan los que se aprovisionan de preguntas y de insolencia. Aunque me insulten los de enfrente y encuentren causa de guerra en mis acciones, yo volaré de madrugada al punto donde mi esposo duerme. Su espalda es un lobezno echado. Dibuja una curva que responde a la curva de la loma verde que rodea el hotel. Está en el límite continental descansando, como yo descansaré cuando aterrice.
Yo importo. Cuento en las estadísticas. Mi nombre no será un número en las columnas de sucesos.
He trabajado muy duro para poder decir gracias por venir, no admitiré, hoy, preguntas. La oposición realiza una actividad de pura controversia periodística, no pueden hacer más.
Volví en el Falcon a Portugal, con el alba dibujando también una curva de luz naranja que descubría el mundo, que lo convertía en una fruta insondable. Sé que, mientras viajo, de la habitación de mi marido, de las habitaciones de todos los maridos del mundo, sale una muchacha despintada, con los tacones en la mano. Pues la densidad cremosa de la alfombra del pasillo del resort permite esas licencias. Pues la noche ha sido generosa con ella y no necesita guardar más tiempo la formalidad del buen gusto. Pues solo con su cuerpo fresco puede atravesar el día en los suburbios, o un imperio, si le place.
Sé lo que es la juventud en esas muchachas, y en todos los muchachos. Es una tarjeta de crédito, un animal salvaje, una victoria segura. La facultad de que el mundo se te rinda, la gracia de pisotear hombres y dioses. La fiesta, el delirio, la aventura. A veces, algunas de ellas mueren en fiestas fascinantes, frecuentadas por multitudes que escuchan a un DJ en un pabellón de las afueras. Otras son avasalladas por dinero.
Pero yo no tengo responsabilidad en estos sucesos. Yo soy un pájaro de lujo, un mecanismo que abre puertas: las del poder, las del partido. Ahora abro la puerta de la suite y sin despertar a mi esposo, me acuesto en la cama inmensa y blanda.
Cinco chicas se acuestan en el acero quirúrgico del tanatorio de Madrid. Mañana serán abiertas en canal para observar sus órganos.
Yo diré gracias de nuevo: por tender la carta del menú, por abrirme las puertas, por sugerirme un vino.
Gracias por todo, les diré, a los sirvientes. Se presenta un buen domingo en las piscinas termales del hotel.
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