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Mapas sin mundo (12-07-20)

Domingo, 12 de julio 2020, 02:54

Todavía no se ha reflexionado con el reposo necesario todo lo que está suponiendo esta crisis de la Covid-19. La falta de perspectiva y las urgencias diarias nos impiden alumbrar respuestas a los muchos interrogantes que está generando el comportamiento del sujeto tanto en una escala individual como colectiva. Pero si hay un aspecto que, ya en este estadio inicial, sobresale con especial intensidad es la quiebra definitiva y absoluta de la poca estructura crítica que anidaba en la sociedad. Dicho en otros términos: la población se ha aborregado y plegado de una manera estremecedora al discurso del miedo incentivado desde las estructuras de poder. Con esto -entiéndase bien- no quiero decir o sugerir que un comportamiento crítico equivaldría a saltarse las normas sanitarias. No, no me refiero a eso. Las normas hay que cumplirlas. Pero en la manera en que se cumplen es donde cabe hallar este vaciamiento crítico que ya cabe considerar como epocal. La prueba más evidente de lo que estoy diciendo es la instalación de un generalizado fatalismo entre la sociedad, que se traduce en la certeza de un futuro confinamiento. La eficacia del discurso del miedo ha llevado a que gran parte de la población contemple la posibilidad de un nuevo confinamiento con un punto de certidumbre. En esta sociedad del riesgo, en la que el futuro se torna por momentos más imprevisible y peligroso, el horizonte del confinamiento aparece como un mal menor que procura tranquilidad. Y este sentimiento de alivio radica en la necesidad de estar protegidos por las instituciones, de ser resguardados por el gobierno. El confinamiento se ha convertido en el paradigma del buen gobierno, del gobierno responsable. Una mayoría nada despreciable quiere calmar sus miedos mediante la certidumbre que le proporciona el manto protector/confinador de nuestros gestores públicos. Se produce así un desistimiento de la propia voluntad, del principio motor e identificativo de la subjetividad. Se renuncia a la capacidad de decidir para que, a cambio, decidan por nosotros. No acatamos las normas desde la resistencia subjetiva, sino desde el grado máximo de objetualización. La sociedad ha decidido alienarse, convertirse en una masa maleable. Estoy escandalizado, furioso, ante todo este espectáculo. Cuando esta crisis pase, la sociedad habrá quedado reducida a un trapo, a un triste holograma sin capacidad alguna de actuar y transformar. Hemos confundido el civismo con la docilidad. Y nos mereceremos todo lo que hagan con nosotros.

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En su clásico libro 'Purity and Danger' -escrito hace casi 60 años-, Mary Douglas menciona el caso de la cultura Lele, para el que el pangolín constituía el principal objeto de contagio, una amenaza para el orden establecido que rayaba en lo abyecto. Como si de una profecía se tratara, el pangolín se ha confirmado como esa amenaza para la salud -pero ya no la de una pequeña cultura africana, sino la de todo el planeta-. Las cosmogonías siguen enseñándonos mucho. Hay que prestarles atención.

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Esta semana hemos conocido el caso de un nuevo brote surgido en Granada, cuyo foco fue el velatorio por una joven de 17 años. La madre estaba destrozada y reclamaba el abrazo de quienes acudían. Algunos de los asistentes accedieron a este contacto a sabiendas de que infringían la distancia social. Pero esa madre rota y deshecha por el dolor lo necesitaba. Quién nos lo iba a decir hace unos meses: un abrazo conlleva todo un debate ético; un abrazo tiene la capacidad de infringir la ley; un abrazo cura y causa enfermedad a la vez. El único aspecto positivo de esta maldita crisis es que el tacto -ese sentido tan despreciado por el pensamiento occidental- ha adquirido un potencial político y revolucionario jamás imaginado. Que un abrazo se convierta en objeto de debate público me parece algo asombroso. Los abrazos importan y son temidos. Los abrazos ya tienen sentido.

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Dice un energúmeno que leer novela es algo identificativo de los gays, porque un hetero jamás haría eso. No quiero ni imaginar lo que pensará de mí, que leo esencialmente poesía.

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Tener miedo es legítimo -yo lo tengo y mucho: a la muerte, por ejemplo-. Pero una cosa son 'mis' miedos, y otra los miedos impuestos, los miedos de los 'otros'. Mis miedos conforman mi alma; los miedos que me imponen me la roban, me dejan vacío. No quiero estar hueco.

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