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Para el final de la temporada de danza 2024/25, el Auditorio Víctor Villegas ha tirado la casa por la ventana y ha acogido, tras ... siete años de barbecho, a la Compañía Nacional de Danza, acompañada de la OSRM bajo la dirección de Daniel Capps. Un cierre por todo lo alto para una temporada que empezó atropellada con 'El Cascanueces' de Laura Alonso; pero, sobre todo, un cierre cuyo aparataje pone de relieve lo que una sueña que este Auditorio realmente debe albergar.
Tras una temporada dedicada en su totalidad al repertorio clásico, la CND trajo la guinda del pastel con la obra mejor custodiada del siglo XIX: 'La Sylphide'. Una reliquia que se conserva desde 1836 como oro en paño gracias al danés Auguste Bournonville y su escuela. Es un ballet que, al ojo actual, se hace lejano: no hay pasos a dos con portés de vértigo, los protagonistas enamorados apenas se tocan, y el primer acto está especialmente cargado de pantomima. No hay una energía explosiva, expansiva ni dramática, y las baterías de saltos se definen antes por la rapidez de sus brisés o cambios de dirección, que por su elevación. Es, en definitiva, un guion que dista de lo que el público de hoy –y más el español–, consume como ballet.
El espectáculo: 'La Sylphide'. 5 de abril. Auditorio Víctor Villegas. Murcia.
Compañía: Compañía Nacional de Danza junto a OSRM.
Dirección artística: Muriel Romero.
Dirección musical: Daniel Capps.
Puesta en escena: Petrusjka Broholm.
Escenografía: Elisa Sanz.
Diseño de vestuario: Tania Bakunova.
Iluminación: Nicolás Fischtel.
Realización de vestuario: D'Inzillo Sweet Mode.
Calificación: Muy bien.
Pero lo cortés no quita lo valiente, y el público del Auditorio disfrutó igualmente de la interpretación de la CND. Yanier Gómez, siempre grácil, pasó por la paleta de emociones de un joven James impulsivo, agresivo y cándido, que a ratos le pega más una capa de noble, que un kilt de granjero. Giada Rossi favorece mucho en la Sílfide, con una elegancia única en sus brazos y torso, y una energía vaporosa. Parece un ser angelical en escena, llegada por inspiración divina para desviar con picardía el rumbo de James. Felipe Domingos es impresionante en el aire, y humano en el suelo, y la Madge de Irene Ureña es una bruja joven y bella, pero terriblemente bruja.
El mayor riesgo de una pieza como 'La Sylphide', tan religiosamente preservada, quizás sea entenderla –y reponerla– como un trabajo de arqueología, y no de actualidad. En palabras de Anna Kisselgoff (1975), «en otro nivel, 'La Sylphide' trata un tema universal e, incluso, moderno. James es, como muchos de nosotros, un soñador. Anhela escapar de su existencia cotidiana. Al perseguir a la sílfide, o ilusión, pierde el contacto con la realidad. Y paga por ello». El vestuario, la música, el tono etéreo... todo invita a mirar este ballet como una delicadeza histórica. Y acertamos realmente al pensar que es frágil como el cristal. Si no hay cohesión de formas, manos, épauléments, calidades o intenciones, enseguida se hace de notar. Hay mucho valor en su coreografía, pero aún lo puede haber en su historia. Detrás del tul y los telones pintados hay una trama emotiva de venganza, deseo y escapismo, y un vocabulario y estética dancísticos muy claro. Pero si solo se trabaja el cuento de hadas naïve –«hay que respetar los cuentos de hadas como si sus historias narraran hechos reales, y no inventados» defendería Dickens–, se cae en el mismo espejismo que James: perseguir el ideal romántico hasta matarlo.
Es de elogiar que la murciana Muriel Romero, en un ímpetu continuista, haya mantenido este repertorio del anterior director que, como decía, es una reliquia que brilla en especial por una puesta en escena que no escatima. Si bien el contenido sufre de sentirse encorsetado hoy día, el completo es un verdadero regalo: música en directo, escenografía y puesta en escena de gran producción, un elenco de calidad, y un público entregado.
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