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El auge social de Vox se ha producido desde la urgencia histórica de visualizar una 'derecha desacomplejada'. Y ¿qué quiere decir, en el actual contexto, 'derecha desacomplejada'? Remitiéndonos exclusivamente a la praxis y a la actualidad de los acontecimientos, la materialización del concepto 'derecha desacomplejada' es cuanto menos inquietante: insulto orgulloso, amenaza envalentonada, machismo militante, homofobia jactanciosa, racismo carpetovetónico. Aquello que se ha 'desacomplejado', por consiguiente, no es tanto una opción ideológica concreta -la de una derecha moderada y moderna, con derecho a existir y a expresarse en igualdad de condiciones que cualquier otro registro político-, cuanto una violencia reprimida que no se podía manifestar porque, entre otras cosas, es ilegal. Dicho de otro modo: a lo largo de los últimos años, se ha producido en la derecha española una endemoniada identificación entre su yo reprimido y su yo anticonstitucional. Y lo peor de todo es que, en el momento en que esta esencia viciada se ha exhibido con espíritu casi pendenciero, la estrategia elegida ha sido la utilización de los símbolos nacionales como reservorio de todos estos 'antivalores'. Vox está utilizando la bandera y el himno nacionales contra una parte de los españoles. Lejos de ser tratados como espacios de reconciliación y de identificación generalizada, la bandera se enarbola como un espacio de exclusión. Cada vez que los ultras ondean la enseña nacional no significan a la nación española como tal, sino a una España machista, homófoba y racista. Ser feminista, miembro del colectivo LGTBI o inmigrante te excluye de facto del perímetro delimitado por la bandera. Vox no quiere a España; quiere a una nación excluyente, monolítica, claustrofóbicamente identitaria. Eso no es España; es otra cosa: una invención filofascista que ha expropiado los símbolos de todos para redefinirlos en forma de un grosero discurso del odio. El gran problema con el que se va a encontrar este país en los próximos años es con el de una desasosegante orfandad simbólica. No van a quedar espacios simbólicos de consenso porque la ultraderecha los habrá arrasado todos. Si ya de por sí la izquierda se ha mostrado históricamente poco inteligente y hábil a la hora de interiorizar la simbología nacional, los últimos acontecimientos están elevando a su enésima potencia los prejuicios que sobre la bandera y el himno existían. Los símbolos que exhibe la 'derecha desacomplejada' incluyen cada día a menos gente, y excluyen por minutos a mayor parte de la población. No representan a una nación, sino a una secta. Acuciada por esta orfandad simbólica, España no deja de ser una unidad administrativa. Y, ciertamente, no sé si el mero pragmatismo de una unidad administrativa bastará para asegurar el futuro de un país.
La obsesión por demonizar las manifestaciones del 8M busca encapsular al feminismo en el estereotipo de la 'histeria reivindicativa'. Siempre que las mujeres rompen el molde de amas de casa, procreadoras y fieles y femeninas esposas, se les achaca una conducta patológica -es decir, se las considera unas histéricas, incapaces de refrenarse y de aplicar el sentido común a su conducta-. Los que señalan a las protestas del 8M como el origen de la pandemia en España aplican este juicio demencial. La mujer reivindicativa sigue siendo una histérica, la portadora de una peligrosa enfermedad que es altamente contagiosa.
La 'tierra de nadie' es el reino de alguien: de mí mismo. Nunca me cansaré de no pertenecer a ninguna consigna.
Defendemos la libertad de los medios de comunicación -libertad para pensar como yo pienso-. En cuanto esa misma libertad es empleada para articular opiniones que difieren con respecto a las mías, dicha libertad ya es considerada como un exceso que traiciona la única verdad posible -la de nuestra secta-.
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