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El científico Juan Fueyo ha avisado esta semana de que, a día de hoy, lo más preocupante no son tanto las mutaciones que pueda experimentar la Covid cuanto la amenaza de futuras pandemias mucho más mortales que la actual. Predice que, en los próximos diez años, el planeta podría ser asolado por una pandemia del tipo de la viruela que podría acabar con la vida de 3.500 millones de personas. Habida cuenta del presente que vivimos, con millones de fallecidos y más de 100 millones de contagios en todo el mundo, estas previsiones ya no deberían ser tomadas con el producto de una menta agorera que dibuja caprichosamente funestas distopías en el futuro. Hay un riesgo real. Y ese riesgo tiene su origen en la zoonosis &ndashes decir, en la transmisión natural de una enfermedad desde los animales a los humanos&ndash. Mejorar el bienestar animal y reducir la ingesta de carne se revelan necesidades urgentes si es que queremos minimizar los riesgos de una catástrofe sin precedentes. La apuesta por una normalización de la ética animal es una batalla perdida, máxime cuando la mayor parte de la población considera estas posiciones como «extravagancias extremistas», sostenidas por enajenados muy alejados del pragmatismo sistémico. Queda apelar al egoísmo de la propia supervivencia. Si no queremos mejorar la vida de los animales por un acto de pura empatía y responsabilidad, al menos hagámoslo por el futuro de la especie humana. Pero, claro está, incluso esta posición de egoísmo antropocéntrico resulta en sí misma una utopía cuando miramos alrededor, y escuchamos y leemos con estupor la negación del cambio climático por parte de determinados individuos orgullosos de su estulticia. Siempre he creído que reaccionaríamos con firmeza ante el peligro de extinción. Pues no: el determinismo ideológico sigue pesando más que la vida. El futuro se nos acaba, y, lejos de remediarlo, preferimos odiar al adversario.
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El pasado día 27 se cumplió el 76 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Pocos días antes, Vox Pontevedra defendió el uso de la esvástica por parte de una de sus seguidoras, bajo el argumento de que este símbolo significa «bienestar». Este símbolo de bienestar causó la muerte de 11.000.000 millones de personas entre judíos, gitanos, gays y representantes de diversas ideologías «degeneradas». Que un partido que defiende la esvástica haya sido el más votado, en las últimas elecciones, en la Región de Murcia, y que sea el apoyo indispensable del gobierno de varias autonomías constituye un síntoma alarmante de la degradación ética de nuestra democracia. Auschwitz nos parece muy lejano, irrepetible. Pero las causas que lo motivaron están aquí, entre nosotros, más vigentes que nunca y llenando las urnas de papeletas. Ningún partido que se diga democrático debería aceptar el sustento de unas siglas que aceptan el símbolo criminal del nazismo como un signo de bienestar. Estar en el gobierno con sus votos es una traición a la libertad, a la diversidad y a la convivencia. No hay argumento plausible para justificarlo.
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En el parque temático de la barbarie, no podía faltar el concejal de Vox de San Javier y su ya célebre defensa del machismo más rancio: «Ser macho es de las pocas cosas honrosas y decentes que se pueden ser en este mundo» &ndashdeclaró en un pleno del ayuntamiento&ndash. La reivindicación de su virilidad que realizó este concejal resulta muy elocuente de cuál es su concepción del hombre: alguien que basa su posición de respeto social en la fuerza, la autoridad, las proezas sexuales y la dominación. Es decir: «ser macho» implica una definición del hombre que prioriza el factor de la fuerza y de la capacidad de intimidación que ésta posee. El «machismovictimista» &ndashque tiene en el discurso sobre la virilidad de Vox un exponente manifiesto&ndash considera que los derechos del hombre se encuentran amenazados por un feminismo lleno de ira y de rencor que busca la implantación de un régimen matriarcal. Y, en realidad, lo que subyace en este paranoico sentimiento de indefensión es el temor a perder el derecho a la violencia del macho. Esa es la clave de todo. La defensa que la ultraderecha hace del «hombre tradicional» no busca sino preservar ese margen de expresión del hombre a través de la fuerza. Desde esta óptica, resulta lógico su oposición a las políticas de igualdad y de lucha contra la violencia de género. La dominación que el macho ejerce sobre la hembra no es para el extremismo algo excepcional, sino una suerte de derecho natural que se ejecuta a través de la experiencia viril. La masculinidad es imposición y jerarquía. Renunciar a ello supone para Vox sacrificar la esencia del hombre.
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