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Mapas sin mundo (30/09/2018)

PEDRO ALBERTO CRUZ

Murcia

Domingo, 30 de septiembre 2018, 12:06

Paradójicamente, cualquier tipo de concienciación global a la que aspiremos debe utilizar una estrategia basada en 'rostros concretos'. El individuo se ha inmunizado contra las grandes cifras, contra los grandes anuncios que avisan del calentamiento global, las crisis humanas o la desaparición de especies. La catástrofe se ha asumido como algo inevitable en términos generales y, frente a ello, el individuo ha optado por un pragmatismo feroz: «Mientras no me afecte a mí, no hay problema». Incluso puede ir más allá y afirmar: «Puede que repercuta sobre mí en 20 o 30 años. No pasa nada. Lo importante es el ahora». La cuestión es que, cuando en un contexto como este, se habla de maltrato animal y se describen procesos y situaciones estandarizadas, la reacción, por parte de la sociedad, suele ser fría, rayana en la indiferencia. Las etiquetas asustan y crean un rechazo inmediato basado en prejuicios -llámese 'veganismo', 'animalismo', etc. Sin embargo, si la concienciación sobre la causa animal se trabaja desde lo más cercano que tiene una gran parte de la población -las mascotas-, el efecto logrado es inmensamente superior al obtenido por cualquier causa general. No es lo mismo que se hable del maltrato animal que el hecho de que se difunda un vídeo de un perro golpeado hasta destrozarlo. Como no es lo mismo hablar del carácter anticonstitucional de muchas de las fiestas que se celebran en España a que una televisión muestre a una vaquilla llorando por el ensañamiento de un grupo de sinvergüenzas amparados en la tradición. Todos estos casos concretos, en los que al sufrimiento animal se le pone una cara, un sonido desgarrador, generan empatía y, en último caso, movilización. Ahora que tanto se discute sobre la urgencia de emprender una 'segunda Transición', hay que recordar que España, en lo que se refiere a la causa animal, tiene desde hace décadas una pendiente: vaciar los pueblos y ciudades de 'fiestas' que se fundamentan en el maltrato y sacrificio de seres vivos. En este aspecto, somos un país medieval, una sociedad despreciable, una fábrica de muerte.

Cuántos lenguajes caben dentro de un mismo idioma. Tantos como para que dos personas no se encuentren nunca en una misma palabra.

En un tren, se difuminan las fronteras. No hay transición entre un cielo y otro. Se pasa de la noche al día, del gris al azul, casi por un efecto brusco de montaje, sin 'raccords' de continuidad de ningún tipo. Parece una película de Godard.

Otros querrán hacernos sentir fuera de lugar sin saber que nunca ocupamos ninguno y que, por tanto, de donde no estamos no se nos puede desalojar. Es lo que tiene vivir en tierra de nadie: no tienes patria que defender ni oligarquía en la que aspires a entrar.

A partir de ahora, todos los días que no sean otoño solo se curan con antidepresivos.

Cuántas veces habremos oído aquello de «esto no va a ninguna parte». Pero, me digo yo, que si este «ninguna parte» está lleno de hacedores de cosas inútiles que desafiaron el 'statu quo' de 'lo conveniente', a lo mejor es un destino mucho más apetecible que tantos lugares de sentido.

El tiempo transcurrido entre la expectativa y la decepción es cada vez menor. Tan pequeño es el espacio entre ambos puntos que ya ni siquiera cabe un mínimo conato de esperanza. Cierto que de esta manera la caída duele menos, pero también lo es que las ilusiones apenas si levantan del polvo del suelo. Acabaremos anhelando aquellos tiempos en que la realidad nos destrozaba porque esperábamos mucho de ella. Adiós a las grandes pasiones.

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