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En este régimen biosanitario en el que nos encontramos, se está perfilando un movimiento moralizador que a muchos está pasando desapercibido. La creciente criminalización de los jóvenes, del ocio, del placer -en definitiva, de todo lo que supone alegría- no solo obedece al estado de miedo que reina en la sociedad. Se está aprovechando la actual coyuntura para imponer un espíritu puritano, de raíz transideológica -se observa en mentalidades de derecha y de izquierda-, que parece querer limpiar a nuestro sistema de convivencia de determinados comportamientos que siempre se han considerado excesivos. Dicho de otro modo: asistimos a la normalización de una estructura conservadora que, usualmente, permanece reprimida y que, en estos momentos, ha encontrado una oportunidad incomparable para manifestarse y ejercer toda su capacidad restrictiva. Su estrategia resulta sumamente eficaz en la medida en que se ha solapado con la maraña normativa que regula el comportamiento ciudadano, de suerte que una y otra se tornan indistinguibles. Denunciarla supone, además, exponerse al linchamiento social, puesto que, en la confusión de ambos términos, el cuestionamiento de la disciplina moralizadora es interpretado de inmediato como un acto de irresponsabilidad e insolidaridad. Todo este 'rearme moral' se está produciendo desde la legitimidad de la 'responsabilidad cívica'. Nunca como ahora se hace evidente la teoría de Foucault del 'poder como producción'. Según esta tesis, el poder ya busca el sometimiento de los ciudadanos, estableciendo un relación de antagonismo con ellos. Por el contrario, el poder persigue expandirse y hacerse fuerte a través de ellos, utilizándolos como 'cuerpos útiles'. La mencionada 'responsabilidad cívica' no deja de funcionar como una manifestación del poder: los ciudadanos se sientes partícipes de un proyecto común de 'cuidado del otro', de manera que borran cualquier sospecha de objetualización y sometimiento. Jamás la biopolítica ha conocido una expresión tan perfeccionada como la articulada en estos días. Basta con echarle un vistazo diario a las redes sociales para comprobar cómo la mayoría de los ciudadanos sube publicaciones en las que se hace ostentación de esta 'responsabilidad cívica'. Los efectos de esta oleada moralizante van a resultar, a la larga, mucho más perniciosos que la propia alarma sanitaria. La crisis de la Covid-19 pasará, pero los mecanismos de represión engrasados desde el mismo interior de la sociedad prevalecerán durante mucho tiempo.
Una vez que lo reprimido aflora y ocupa un lugar preminente, su desalojo se antoja una labor complicada. España -con independencia de registros ideológicos- es una sociedad muy conservadora. Y, para mucha gente, el contexto presente se ha revelado como una oportunidad pintiparada para expresar orgullosamente su sentimiento de rencor hacia el placer de vivir.
El miedo no crea comunidades cívicas, sino pueblos intransigentes.
Respiramos en privado, detrás de nuestra propia mascarilla. Ya no hay un aire común.
Si leéis esto, es que el asteroide que podía impactar en la tierra el viernes ha pasado de largo. Para que luego se diga que 2020 es un año de mierda.
El dolor extremo y auténtico es el suelo más fértil que se pueda conocer. Si a esta crisis no le sucede el periodo más creativo del último siglo, es que, en realidad, no hemos sentido nada.
Tras varios meses sin ir a la escuela, los niños y niñas presentan una menor necesidad de socialización. Aprenden, por días, a olvidar el mundo. Como esta situación de no-presencialidad se alargue durante más tiempo, tendremos una generación de lisiados emocionales difícil de reintegrar.
Nos obligarán a ponernos mascarillas para follar. La biopolitización de la cama es cuestión de tiempo.
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