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MAPAS SIN MUNDO (22/07/2018)

PEDRO ALBERTO CRUZ

Domingo, 22 de julio 2018, 12:52

Uno de los principales y más graves problemas que tiene España es seguir considerando a los franquistas como frikis, en lugar de como delincuentes.

Una de las grandes sensaciones de la recién inaugurada Bienal de Liverpool es la performance de Taus Makhacheva, 'ASMR Spa'. Ayudada por una esteticién, Makhacheva ofrece un tratamiento de belleza facial a quien lo solicite. Se trata de una suerte de «firma escultórica» que busca, de un lado, que cada uno de los receptores absorba elementos de obras de arte destruidas, mientras que, por otro, éstos puedan sentirse como esculturas que son devueltas a su juventud mediante el pertinente proceso de restauración. Pese a su notable éxito, esta obra me genera una pregunta no menor: puestos a identificar lo animado con lo inanimado, al individuo con el arte, ¿por qué no hacerlo a través de sus grietas, de sus defectos, de su deterioro, y no por medio del efecto de «eterna juventud» logrado por la restauración? Si el arte es la expresión más auténtica de la esencia humana, y lo propio de ésta es envejecer y morir, ¿por qué este empeño de alimentar discursos sobre la eternidad? Además, si de lo que se trata es de exaltar la seducción de lo joven y nuevo, ningún autor lo ha expresado de un modo tan sensual, divertido y caradura que Jeff Koons a través de su idea de la «virgen eterna». Las grietas no acaban con la vida; abren nuevas vías para su exploración más profunda.

Lo jodido es ese punto intermedio. El cuerpo se enfría, se agarrota, está hinchado de cultura y cree haberlo visto prácticamente todo. Conclusión: cada vez me emocionan menos cosas -muy pocas, tal vez ninguna-. Sin embargo, en este proceso de endurecimiento, y ya que estoy más cerca de lo mineral que de la carne, me gustaría recorrer la escasa distancia que falta y ser inerte, no sentir ni para bien ni para mal. Pero no: para mal todavía siento. En su recorrido hasta la extinción, las buenas emociones ocupan todo el recorrido inicial, medio y gran parte del final, mientras que las malas se concentran en los últimos pasos, muy cerca ya del punto de extinción. Como en el mito de Apolo y Dafne, uno comienza a sentirse liberado ya de sus demonios justo cuando sus piernas se le convierten no en árbol, sino en piedra. La vida te deja apenas una fracción de segundo para dejar de sufrir.

Puedes estar en una habitación con gente con la que no tienes confianza y, aún así, no sentir amenazada tu intimidad. Sin embargo, todo aquello que se deja ver y te ve a través de una ventana te arroja a una situación de exhibicionismo irracional. Un caso extremo: en mi despacho, una tarde de julio, la Universidad vacía. De repente, una paloma se posa en el alfeizar de la ventana, y no puedo dejar de mirar inquieto hacia ella ante la sensación de estar siendo observado. Diariamente comparto con mi compañero de despacho muchas horas y no tengo, en ningún momento, dicha sensación de exposición. Sin embargo, el cristal lo cambia todo. En él se concentran todos nuestros miedos y debilidades, nos tornamos más vulnerables e irracionales. Estar en el otro lado es una transgresión que la transparencia del cristal magnifica hasta pulverizar nuestro último recoveco de seguridad. La ventana es el paradigma máximo de la subjetividad: a través de ellas «se mira», se ejerce el poder de observar. Pero, cuando esta unidireccionalidad se rompe y una simple paloma mira hacia el interior del espacio en el que estás, toda tu subjetividad se viene abajo y te transformas en un objeto en estado de pánico. El terror no es lo que miras, es lo que te mira.

Llega un momento en que dos cuerpos se cruzan en el pasillo... y no se tocan.

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