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Mapas sin mundo (22/03/2019)

Pedro Alberto Cruz

Domingo, 22 de marzo 2020, 12:30

El 'otro' se ha desdibujado. Nos cruzamos con alguien en la calle, dentro del supermercado, en la farmacia o en la panadería, y nos preguntamos sin cesar: «¿Quién es el 'otro'?». Ya no valen las marcas de clase o raciales que han sido empleadas habitualmente para determinar quién era el diferente, dónde habría que detectar el peligro o, por el contrario, sentirse en un contexto de seguridad. La crisis del coronavirus ha dinamitado nuestro concepto de 'normalidad' -esa construcción cultural perversa que hemos utilizado como fiel de nuestros juicios morales a la hora de incluir y de excluir-. Cualquiera de los que siempre hemos considerado como los 'otros' sigue siendo la parte temida. Pero esta vez, además, todos los que forman parte de los 'nuestros' integran también esa otredad de la que tomamos distancia. Y, todavía más, 'yo' constituyo un factor de amenaza para los demás. Nadie se libra. La realidad entera es un 'otro', un territorio de extrañamiento máximo en el que la totalidad de sus habitantes ha caído hacia la vertiente de los malditos. ¿Podemos diferenciar entre 'personas normales' y 'personas no normales'? El aspecto ya no resulta fiable: privilegiados sociales pueden estar contagiados; ser blanco no te prioriza sobre el hecho de ser negro; practicar el catolicismo no procura más inmunidad que profesar la religión musulmana. La pandemia ha extirpado de nuestra sociedad cualquier rastro de un 'yo', de una mirada o punto de vista superior en el que anclar una concepción jerárquica de la realidad. No existe un juicio supremo que se imponga sobre todos los demás. La enfermedad nos ha igualado de una forma inesperadamente radical del lado de los estigmatizados: todos somos objeto de la mirada, y nadie es sujeto de ella. Ya no hay cuerpos mejores y cuerpos peores. Si alguna enseñanza -y no pequeña- nos ha traído la crisis del coronavirus, es que la democracia alcanza su grado máximo de desarrollo -el de la igualdad de todos sus participantes- no por el lado de los privilegios -a los que solo tendrán acceso unos pocos-, sino por el de la vulnerabilidad -en la que podemos caer circunstancialmente todos-. Vivimos un momento de una intensidad democrática extrema, como no se recuerda.

¿Puede haber escenario más distópico que uno en el cual los abrazos estén prohibidos? En realidad, la situación actual no debería de resultarnos extraña. Nuestra cultura occidental -desde Platón y Aristóteles- ha privilegiado siempre los 'sentidos de distancia' -vista y oído- frente a los sentidos menores o 'de proximidad' -tacto, gusto y olfato-. El tacto ha sido el sentido penalizado por religiones y conductas de comportamiento social a lo largo de la historia. Y, ahora, sin embargo, cuando nos privan de los besos y de los abrazos, de los apretones de manos y demás comportamientos de cercanía, es cuando nos acordamos de nuestro cuerpo. Una sociedad fundamentalmente visual y auditiva, a la que se le condena únicamente a mirar y a escuchar durante una temporada, se siente de repente encarcelada. Curiosa paradoja. Ojalá que, después de este prolongado aislamiento, reminiscencias morales de hace 2.500 años -las cuales no nos han dejado desarrollarnos como sujetos coporales- sean puestas en cuestión, y construyamos entre todos una sociedad más carnal y afectiva. Ahora mismo estamos viviendo el infierno de ser ángeles -seres incorpóreos, que miran y escuchan pero no pueden intervenir, aprisionados en el cielo inmaculado de cada una de nuestras ventanas-. Pronto abandonaremos la pureza angelical, y seremos libres para ser de nuevo humanos. Espero que seamos lo suficientemente inteligentes como para aprovechar esta segunda oportunidad de la carne.

La ventana no es el marco en cuyo interior se efectúa un acto de posesión -el de una realidad cualquiera-, sino aquél en el que se constata una pérdida: la de lo deseado.

El miedo siempre nos sorprende sin un 'plan B'. Se aprovecha de ser la única opción posible.

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