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Son tiempos de obediencia -a las autoridades políticas y sanitarias, a las normas establecidas para frenar la expansión de la pandemia-. Pero, ¿cómo entendemos esta obediencia? O formulado en otros términos: ¿de qué manera cabe plantear una 'obediencia crítica' de la ciudadanía? Para responder a ello, buceemos en la etimología del término 'obedecer', que hunde sus raíces en el latín vulgar 'oboedescere' -compuesto de 'ob' y 'audire'. El prefijo 'ob' indica enfrentamiento u oposición, mientras que, en latín, 'audire' significa 'escuchar'. El significado común de 'obedecer' es 'saber escuchar', lo cual nos remite directamente a un momento como el actual plagado de discursos, lectura de informes, comunicados. Las autoridades no dejan de hablar, y el principal cometido del ciudadano es 'saber escuchar' las instrucciones ofrecidas y, en consecuencia, ejecutarlas correctamente. De alguna manera, el individuo ha sido reducido a su actividad auditiva. Habitualmente, 'obedecer' se entiende como un acto de hacer caso a la fuerza. Sin embargo, si atendemos al detalle de su etimología, el sentido original de 'obediencia' cuestiona el sometimiento incondicional y prerreflexivo a la norma dictada. El referido prefijo 'ob' condiciona el hecho de escuchar en los términos de enfrentamiento: escucho desde una actitud de oposición. Y, ¿qué quiere decir 'escuchar en oposición'? Significa convertir el 'saber escuchar' en un proceso de escrutinio, de análisis y de pensamiento. Se escucha correctamente cuando se discierne y se tiene la libertad de escoger lo que debemos hacer. No existe obediencia si no se cuestiona la instrucción a seguir -o al menos, no existe una obediencia correcta y útil para la sociedad-. Si las normas no surgen de un 'consenso crítico', de poco servirán para el buen funcionamiento de la comunidad. No puede haber responsabilidad por parte del ciudadano si no comparece una toma de conciencia. Obedecer no consiste simplemente en acatar. Su significado original revela, por el contrario, que el verdadero sentido de la 'obediencia responsable' resulta inseparable del análisis. Porque, de no ser así, ninguna norma tendrá el efecto que se persigue. Si al ciudadano le exigimos exclusivamente el cumplimiento irreflexivo de una instrucción, ésta siempre constituirá para él una exterioridad y, por lo tanto, terminará por infringirla. Si, al contrario, la obediencia nace de una toma de conciencia, la norma será interiorizada por el ciudadano y no será infringida. El problema de preferir ciudadanos dóciles es que, en última instancia, la ausencia de estructura crítica se vuelve contra la norma misma y, por extensión, contra la sociedad. Éste es un momento que, por su condición crítica, merece que saquemos lo mejor de todos: la madurez social debe prevalecer al adoctrinamiento institucional. En eso consiste la verdadera 'corresponsabilidad'.
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Y ahora que la educación vuelve a estar sobre el tablero del debate, conviene hacer una breve reflexión sobre el principal problema del sistema educativo en España. Parece que, siempre que se aborda una cuestión tan apremiante y compleja como ésta, las opiniones se polarizan en dos focos de opinión tan maniqueístas como empobrecedores: 'cultura del esfuerzo' frente a la eliminación de penalizaciones y castigos. La imagen que se transmite desde los defensores de la primera opción es que el alumno ha de sufrir para ser una persona de provecho; el mensaje que llega a la sociedad desde los que predican un alivio de la penalización es que en España han de regalarse los títulos. En general, ambas visiones resultan tan patéticas y alejadas de las necesidades reales de nuestra enseñanza que ejemplifican a la perfección las razones por las que la educación en nuestro país continúa sin avanzar. La noción del esfuerzo es una trampa en la que continuamente cae el debate sobre la enseñanza. Evidentemente ha de existir un esfuerzo por parte del estudiante, ya que las ideas no impregnan en el cerebro por ciencia infusa. Pero el problema es cuando se elige la 'cultura del esfuerzo' como único factor de análisis -ya sea para potenciarlo o para menguarlo-. España siempre reforma el sistema educativo en términos cuantitativos: los partidarios del esfuerzo en forma de un incremento sádico de las materias y de las tareas domésticas; los que se decantan por no castigar a la manera de una disminución -tampoco demasiada- de este componente abusivo. Nos olvidamos, por completo, de que sin la intervención del desarrollo emocional y del comportamiento crítico, el énfasis en el esfuerzo convierte la escuela en un espacio de productividad, en el que los alumnos son reducidos a meros operarios. En España, sigue asustando que de la escuela surjan sujetos críticos y emocionalmente maduros. Preferimos papagayos que, tras siete horas de clase, dediquen varias horas más en sus casas a memorizar frases, datos y fórmulas. Nos importa un bledo la calidad emocional de la infancia y de la adolescencia de nuestros chicos y chicas. Queremos reproductores de información, y no cuestionadores de ella. Este país está muy alejado de aprobar, algún día, una ley educativa que verdaderamente sirva para mejorar lo existente y tenga visos de continuidad en el tiempo. Si los representantes políticos no tienen la madurez suficiente para aprobar, de una vez por todas, un pacto de Estado por la educación, ¿cómo vamos a pretender que diseñe una norma educativa enfocada a la formación de ciudadanos maduros?
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