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En ningún momento, las administraciones han dudado acerca del regreso a las aulas: había que volver sí o sí. Y eso es algo que, ciertamente, ha resultado sorprendente en el país con las medidas más draconianas de Europa. Sin embargo, las razones que subyacen en esta llamada social a las aulas no son tan alentadoras. Cuando se examinan mínimamente las declaraciones e intenciones que han guiado la reapertura de las escuelas, las conclusiones a las que se llega ponen de manifiesto los motivos reales por los que apremiaba la presencialidad: 1) la reputación internacional como país; 2) la conciliación de millones de familias. En el primer caso, la urgencia es clara: de no regresar a las aulas, España habría sido el único país de Europa en no hacerlo, lo que le hubiera convertido en el hazmerreír mundial, en una suerte de estado fracasado. En el segundo caso: ninguna economía puede soportar el caos que supone no tener a la escuela como piedra angular de la conciliación, con padres y madres debiendo acudir a sus respectivos trabajos, y sin disponer de una estructura familiar con quien dejar a sus hijos. La presión social, en este sentido, era demasiado grande como para llevar a cabo lo que, en el fondo, las autoridades sanitarias desean: no abrir y continuar con la enseñanza telemática. Estos dos imperativos han posibilitado que los niños y niñas españoles retornen a las aulas después de varios meses sin hacerlo. Pero, claro, un país que hace descansar la urgencia de la escolarización en estos dos exclusivos factores es un país que realmente no apuesta por la educación: ¿en realidad alguien ha colocado realmente a los alumnos en el centro de esta estrategia? ¿Hemos entendido alguna vez que la razón de que las aulas existan y estén abiertas es formar a los niñ@s y proporcionarles mecanismos de socialización lo más igualitarios e inclusivos posibles? En rigor, no. Con la excepción de alguna comunidad autónoma, en España no se han administrado los medios &ndashcontratación de profesorado y reducción de ratios&ndash para que el regreso a las aulas sea lo más seguro y duradero posible. Apostar por la educación presencial no es abrir los centros a la desesperada y esperar al primer brote para cerrarlos. Eso se llama querer cumplir el expediente de manera chapucera para hacer querer ver que se ha hecho todo lo posible, y que, habida cuenta de las circunstancias, toca cerrar y plantear 'modos alternativos'. Si de verdad nos importase la educación de nuestros hijos, se habrían implementado los recursos suficientes para minimizar los riesgos; circunstancia esta que, a la luz de los acontecimientos, no ha sucedido. Y lo peor de todo es que este panorama con el que nos encontramos es la consecuencia de décadas de politización torticera de la educación, durante las cuales lo importante de cada nueva ley de educación no ha sido responder a la pregunta de qué es lo mejor para nuestros jóvenes, sino de qué manera se puede tiznar de mayores afinidades ideológicas el nuevo texto legal. España necesita como el comer un pacto de Estado por la educación. Mientras este no se dé, seguiremos siendo un país mediocre, incapaz de consensuar un proyecto de futuro. Como tantos y tantos profesores, estoy deseando volver a las aulas. Lo necesito. Se trata de una cuestión vital. El aula es mi sitio en el mundo. Pero me parece monstruoso aprovecharse de la vocación de tantos docentes para maquillar la situación y no realizar las reformas de calado que la educación española necesita. Lo que sí tengo claro es una cosa: no admitiré de ningún gestor público que se criminalice a los ciudadanos del crecimiento de los contagios mientras las administraciones no cumplan con aquello que es su deber prioritario. Cuando se contraten a los rastreadores necesarios, se refuerce la atención primaria, se realicen los tests requeridos y se amplíe la plantilla de profesores, entonces y solo entonces, podré aceptar que la razón de que estemos así es que somos unos irresponsables. Mientras, no. Porque, en lugar de sentirnos pecadores y de repetir hasta la extenuación aquello de que «la gente es muy irresponsable», deberíamos preguntarnos: ¿qué es lo que se está haciendo en otros países para que, sin ir con mascarilla por la calle ni estar constreñidos por otras muchas prohibiciones, la realidad sanitaria sea mucho mejor que aquí? Si la única respuesta que somos capaces de dar a esta interrogante es que los españoles somos una isla de irresponsabilidad en el mundo, entonces no hay nada más que hablar: declarémonos una sociedad fracasada, en quiebra, y consideremos a nuestra cultura y forma de vida como un mal a extirpar.

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España, siempre se ha caracterizado por su vitalidad y energía, se ha convertido en el país más triste del mundo. Y eso es algo que hemos conseguido entre todos. Sin excepción.

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laverdad Mapas sin mundo (13-9-2020)