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Durante estos últimos días, ha surgido una polémica al respecto de la clásica marca de chocolatinas Conguitos. El motivo de la controversia ha sido la petición de que el reconocible logo de este producto fuese sustituido por racista. Lo sorprendente de este debate es que, para un número importante de los participantes en él, los motivos en los que se fundamenta son ridículos: descender hasta detalles de este tipo para solicitar la retirada de una imagen que está 'toda la vida' constituye poco menos que una gilipollez, y la prueba fehaciente de que hemos perdido el norte. Y ahí está el verdadero problema que alumbra esta polémica: la existencia generalizada de un 'racismo de baja intensidad' que, para quien lo ejerce, no existe ni se identifica como tal. Hay dos especies de racistas: los que practican la violencia física y verbal contra un tercero de otra raza; y los que consideran que la única forma de ser racista es precisamente este tipo de agresión directa. Si el racismo se limitase a ser el asesinato de un afroamericano a manos de un blanco, las soluciones a él serían relativamente 'fáciles'. El problema es que, para que un tal hecho se produzca, debe existir previamente un contexto propicio en el que la imagen del individuo negro se distorsione y se adecúe a una serie de estereotipos en el que su identidad aparece rebajada. Se podrá objetar a esta argumentación que la persona que creó la imagen de marca de los Conguitos no estaba guiada por sentimientos racistas. Y, con casi total seguridad, así es. Lo que sucede, empero, es que la asunción de un estereotipo no se realiza desde el estado de conciencia de una violencia que se pretende ejercer contra alguien. El estereotipo es entendido por un determinado contexto cultural como algo natural, que forma parte de la costumbre y que no hiere sensibilidad alguna. Lo que distingue al estereotipo es su carácter prerreflexivo, esa capacidad inigualable que tiene para familiarizar un continuo acto de violencia contra el otro. De hecho, la mayor parte de las opiniones vertidas que consideran la polémica de los Conguitos como el gesto diletante de una sociedad enferma de revisionismo son víctimas de la apariencia inocua del estereotipo: lo consideran inofensivo y, por tanto, un territorio al margen de cualquier discusión sobre el racismo. Pero, a pesar de la imagen de frivolidad que quieren vender acerca de este tipo de procesos, lo cierto y verdad es que no existe arma más violenta y destructiva que la del estereotipo. Para un blanco, discutir sobre la marca de los conguitos constituye una bufonada. Pero ¿y para un negro? Que le pregunten a una persona negra a ver si este tipo de caracterizaciones pertenecen a una cultura popular intocable. La conclusión no puede ser más contundente: todos aquellos que consideren estos debates un asunto demencial son racistas. Ellos quizás no lo sepan, pero lo son. Están legitimando una cultura que denigra al otro.

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Hay políticos que, gracias a la crisis de la Covid-19, han encontrado un grado de influencia sobre la vida de quienes gobiernan que ni en sus mejores sueños lo hubieran imaginado. Como advirtió Foucault, el estado moderno es por definición policial: trata de proteger la vida de quienes lo conforman. Pero, desde que se desencadenó la pandemia, esta naturaleza policial ha exacerbado una de sus características fundamentales: el hecho de que la vida solo se puede cuidar a costa de limitarla. Hay dos clases de políticos: los que se crecen mediante una gestión expansiva de las vidas; y los que, por el contrario, se agigantan por medio de una gestión restrictiva de las vidas. Por desgracia, este segundo tipo de especímenes son los más abundantes en el momento actual. Solo mediante la amenaza continua del confinamiento se hacen útiles para la sociedad. Fuera de estos parámetros del encierro, de la restricción, no son nadie, no existen, no tienen capacidad para destacar. De ahí que insistan una y otra vez en estrategias discursivas admonitorias, en sobreactuaciones que inflaman la retórica del miedo, en posicionamientos paternalistas que identifican a la ciudadanía como una masa descarriada y a la que no se puede dejar libre. Estos políticos se atrincheran en lo urgente para no abordar lo importante. Pero llegará el día en que, al despertar, el dinosaurio haya desaparecido y, en su lugar, esté lo importante mirándole fijamente a los ojos.

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No hay mayor cansancio que el que se tiene al salir de un cementerio. En pocos minutos, cargas con las muertes de decenas de desconocidos. Es un lugar sin puntos de evasión: mires donde mires, hay una historia de dolor.

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laverdad Mapas sin mundo (05-07-2020)