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MAPAS SIN MUNDO (26/01/2020)

PEDRO ALBERTO CRUZ

Murcia

Domingo, 26 de enero 2020, 10:58

A ver si, a fuerza de catástrofes, los negacionistas del cambio climático relajan algo su resistencia. No ya tanto porque hayan variado su estructura mental -cosa improbable- sino por puro pragmatismo: cuantas más eventualidades climáticas sucedan, mayor será el grado de estrés y sonrojo que tendrán que sufrir en su desempeño público.

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PP y Cs están secuestrados por Vox. Y lo peor de todo es que parecen estar padeciendo síndrome de Estocolmo.

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Si la realidad no es todo lo maniquea que tus intereses requieren, falséala hasta que se convierta en ese demonio al que deseas combatir. Pero no todo finaliza ahí: una vez que se descubre el engaño, nada sucede. La mentira política se ha tornado -por arte de cinismo- en una travesura infantil que se disculpa y olvida al instante. Quien la descubre y la condena queda al nivel del chivato del grupo, de un despreciable enemigo de la patria al que le interesa más la verdad que el mantenimiento alucinógeno de un nacionalismo incendiario. Menudo atrevimiento: preferir la verdad a un patriotismo zafio y fascistoide. Cuánto traidor anda suelto. Definitivamente, se ha impuesto aquello de que «prefiero mis mentiras a tus verdades». La realidad se inventa si hace falta con tal de no desmontar un buen sentimiento de odio. Éste es el nivel.

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Todos queremos ganar. Y, sin embargo, lo que necesita esta sociedad es gente que esté dispuesta a perder.

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En su 'SCOUM Manifesto', Valerie Solanas afirma: «Solo tiene encanto quien es capaz de absorberse en otros». Y así es: aquellos que no temen desaparecer en la incertidumbre de los demás son los que todavía poseen encanto. Ellos son los que no temen al otro, al diferente, a caminar por umbrales difusos; los que no evitan la mezcla, la belleza de lo impuro, el contacto con lo desconocido. Esos que no utilizan su 'yo' para marcar territorio y excluir son los que todavía valen la pena.

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Esta semana he tenido la oportunidad de conocer a Annette Cabelli. Durante cuatros estuvo interna en el campo de exterminio de Auschwitz. Fue de las pocas personas que sobrevivió. Setenta y cinco años después de que terminara aquel infierno, entró en la sala en la que le estábamos esperando y, sin que mediara una sola pregunta, nos dijo: «Estoy aquí para dar testimonio de aquel horror y para evitar que se vuelva a repetir. No lo podemos permitir». Lloraba. Habló de cómo dormían seis personas en una litera y de que, cuando enfermó de tifus y fue trasladada al hospital del campo, pensó que llegaba su muerte. Allí conoció al doctor Mengele, y presenció cómo le arrebataba los niños pequeños a sus madres para experimentar con ellos. Mengele se llevaba también a jóvenes judías, las abría en canal, les introducía cosas, las cosía y las devolvía a su habitación. ¿Os imagináis lo que es mirar a los ojos de alguien que ha visto todo eso? La mirada de Annette es un monumento ético, una zona cero del dolor a la que todos nos tendríamos que enfrentar alguna vez. Su frágil cuerpo de 95 años es el fiel de la balanza que te permite ajustar y calificar muchos de los hechos que suceden en la actualidad. El auge de la extrema derecha, la frivolidad con la que se habla de patrias y de los otros, el odio al extranjero... ¿cómo calificar todo eso cuando todavía existen testimonios como el de Annette? Lo que los pirómanos no llegan a comprender es que no se puede jugar con el fascismo porque, en última instancia, el fascismo todo lo devora. Aprendamos de la dignidad -cincelada a base de dolor- de Annette y dejémonos de gilipolleces. Los discursos del odio solo traen millones de muertes.

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Si los hijos limitasen su educación a lo que conocen sus padres, todavía estaríamos en la Edad del Bronce.

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