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MAPAS SIN MUNDO (20/10/2019)

Pedro Alberto Cruz

Murcia

Domingo, 20 de octubre 2019, 11:09

De entre las decenas de vídeos y de fotografías que han circulado sobre la catástrofe ecológica del Mar Menor, hay una filmación de unos pocos segundos que tiene esa rara facultad de las imágenes de antes de llegar al tuétano del espectador y asolarlo con su definición del mundo: una lubina sale flechada del agua en su intento desesperado por obtener oxígeno. El pez huye del agua para morir en la orilla, sobre la arena, convulsionado durante sus últimos estertores. No hay peor mundo imaginable que aquél en el que solo te queda la libertad de elegir cómo morir. La desesperación y agonía de esta lubina me recordó a la de los 'jumpers' durante el 11 de septiembre: la vida les concedía una última elección -morir quemados o saltar al vacío-. Un ser vivo solo salta hacia adelante, sobre la nada, para morir 'contra' la muerte. La lubina del vídeo nadó todo lo rápido que podía, hasta que se le acabó el mar. Llegó al final y no había nada. Murió contra la muerte.

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Si, durante unos segundos, realizásemos un breve ejercicio de extrañamiento de la realidad y sustrajéramos al entorno familiar el absurdo abominable y patético que supone odiar y destruir por un concepto tan cavernario como el de patria, terminaríamos por envenenarnos con nuestro propio sentido del ridículo. ¿Qué son los conceptos históricos e identitarios de España y Cataluña dentro de un marco de mínima fluencia neuronal? Una anécdota tan cutre como innecesaria. Sinceramente, todo lo que en 2019 suponga pensar en términos territoriales nos aleja de -por poner un ejemplo- una solución científica al cáncer. La historia está para conquistar derechos, no para defender relatos. Detrás de una narrativa, siempre se encuentran los más tontos de cada lugar.

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Cuanto más alejadas están las trincheras entre sí, más muertos caben en el campo de batalla que se extiende entre ambas.

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De buscar el origen hemos pasado a evitar el final. La supervivencia ha devorado a la ontología.

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A base de demandar diálogo para solucionar los problemas enconados, lo hemos convertido en una suerte de deidad completamente sorda a las plegarias de los atribulados humanos. No lo reclamemos más, no sirve para nada y no va a solucionar nada. Cuando las cosas se complican tanto, las posibles soluciones se suelen simplificar hasta el punto de lo increíble. La poca lucidez que queda está ya fuera de las palabras, en el lenguaje cifrado y sutil que solo los cuerpos en proximidad pueden llegar a entender. Únicamente tengo fe en la piel, en sus razones raras veces escuchadas.

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Pensemos: ¿a cuántos/as incluimos cada vez que pronunciamos 'nosotros/as'? También en algunos pronombres el oxígeno se ha reducido hasta casi su desaparición.

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Nos quejamos de algunos cuerpos que estorban a nuestro alrededor. Pero puede que, con su impertinente presencia, tan solo quieran aliviarnos de la revelación de que, tras ellos, no hay nada mejor que ver.

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