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Hemos agotado las excusas de las próximas mil generaciones.
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La respuesta que el alcalde de Madrid dio el otro día a un grupo de escolares, en la que mostraba su preferencia por invertir en la restauración de Notre Dame de París antes que en la reforestación de la Amazonia, es absolutamente reveladora de la estructura mental de ciertas cabezas. Sinceramente, no creo que aquello que la inspiró sea una preferencia de la cultura sobre la naturaleza. O al menos no en un sentido tan nítido y frontal. Almeida argumentó su respuesta aportando un simple y básico razonamiento: Notre Dame es europea y, por ende, constituye para cualquier ciudadano continental una urgencia mayor. Aquí está la clave: ni sensibilidad estética ni preocupación por el patrimonio artístico. Se trata pura y llanamente de una cuestión de identidad: 'lo nuestro'. Almeida es un exponente obsceno del pensamiento excluyente que con tanto vigor se propaga en la actualidad por todas las coordenadas del planeta. En rigor, sus palabras evidenciaron compartir la misma raíz que la teoría trumpiana de que «el futuro es de los patriotas, no de los globalistas». Cuanta mayor es la mediocridad intelectual del individuo, más elevada es su dependencia de perímetros identitarios que limiten y capen su visión del mundo. Almeida solo se siente seguro en 'lo nuestro', y aunque el resto del planeta se desmorone y sea arrasado, mientras mi parcela de realidad se mantenga a salvo nada habrá de lo que preocuparse. La suma de todos 'lo nuestro' es la semilla de destrucción que amenaza con acabar con la vida. Pero qué importa la vida cuando queda la mediocridad de lo identitario.
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La poesía adquiere únicamente sentido en su fracaso por detener el paso del tiempo. Un poema es una derrota. Un ejercicio impudoroso de debilidad.
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Se confunde el 'centro' con la 'moderación'. La mayoría de las formaciones políticas se afanan por vender su viraje al centro del espectro ideológico como señal de sus políticas ponderadas. Cuando, en realidad, lo que se esconde tras este discurso es una realidad tan perversa como peligrosa. En primer lugar, la moderación no es una cuestión del 'centro', sino la consecuencia de respetar y luchar por los derechos reconocidos por cualquier democracia. Toda acción democrática es moderada en tanto en cuanto va a favor de las libertades de los individuos. Por su parte, el manido 'centro' se ha convertido en el lugar del desistimiento de lo político. En unos casos, esta 'renuncia de lo político' conlleva aspectos positivos en la medida en que embrida -al menos aparentemente- las pulsiones fascistas y reaccionarias. En otros casos, supone un menoscabo de las posibilidades de lo democrático, puesto que vacía a la acción política de su capacidad de transformación. El 'centrismo' está homogeneizando todas las opciones de voto, y estableciendo de paso un pensamiento único y hegemónico que nos conduce a la parálisis. Vaciado de lo político, el 'centro' se ha llenado con el neoconservadurismo de lo económico.
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Seguimos empeñados en convertir la subsanación del 'sufrimiento humano' en incompatible con la del 'sufrimiento animal'. ¿Por qué hay que elegir entre una de ellas? ¿Somos tan gilipollas para no comprender que luchar por la erradicación del sufrimiento humano requiere de un proceso de evolución que inevitablemente conduce a poner soluciones al sufrimiento de cualquier ser vivo? Ninguna mente será capaz de aumentar el bienestar de los humanos si, en paralelo, consiente el maltrato del resto de los animales.
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