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Uno de los axiomas que suele regir la praxis política es que lo marginal suele ser lo más importante. Debido a ello, el momento estelar de los dos debates electorales celebrados fue ese irrisorio minuto en el que se le preguntó a los candidatos acerca de la cultura. Su parquedad en palabras fue directamente proporcional a la cantidad de sandeces expresadas, y reveló, además, cuál es el auténtico sentido que la cultura posee en la política actual: el de lo escatológico. La aparición, además, de la cuestión cultural como último asunto a tratar en el debate le arroga el doble significado de escatología: el de 'postrimería' -lo último, lo final-; y el de excremento. Los cuatro candidatos demostraron a través de sus respuestas que, para ellos, la cultura es una mierda. Su cara de perplejidad hacia esta pregunta colada de soslayo, a la manera de una 'propina estética' por parte de la cadena televisiva organizadora, evidenciaba que hubieran preferido hablar de física cuántica o de aeronáutica antes que de ese mundo de arcanos al cual tanto hay que proteger. Patético fue poco.
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Dice Robert Filliou -en un claro ejemplo de la poesía paradójica que practicaba- que «la felicidad es una aceleración de la tristeza», y que «si lloras muy rápido, acabas riendo». Y como no hay mayor grado de verdad que el encerrado en una paradoja, lo expresado en tales 'versos' resulta estremecedoramente revelador. Felicidad y tristeza son, en esencia, los mismos estados de ánimo, solo que con un ritmo diferente. Las emociones poseen una estructura musical, de manera que su clasificación en uno u otro compartimento depende exclusivamente de factores tales como la intensidad o la duración. Cuando lloramos, reímos lentamente; cuando somos felices, nos entristecemos rápidamente.
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No dejamos de exigir un cambio, y cuando la gente cambia lo interpretamos como un acto de impostura.
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¿Qué sentido tiene proclamar ganadores cuando para la mayor parte de la sociedad solo compite uno, aquél al que vota?
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Duchamp abogó por deshacernos de los juicios. Y, a tenor del comportamiento miserable que mostramos hacia los demás, su deseo se antoja como la utopía más irrealizable. Contemplo con estupor cómo se desguaza sin conmiseración alguna a personajes públicos, acusándolos de todo tipo de vicios y depravaciones. Yo he pasado por eso: se han referido a mí como farlopero, chapero, putero y no sé cuántas cosas más. Quien es víctima de tales vilipendios no tiene más alternativa que esperar a que la gente con sentido común no se lo crea. Pero no sucede así. Esta sociedad está podrida hasta en su última célula, y no hay un solo actor de ella -ataviado siempre con el hábito de ciudadano ético y ejemplar, beato de misa diaria o ateo con un acendrado sentido del respeto cívico y la libertad- que no ceda a la tentación de aporrear con todas las fuerzas de sus infundios la imagen pública de quien considera su adversario. Somos todos unos cabrones sin remedio. Si tuviéramos un mínimo de poder y abandonásemos por unos momentos la represión en la que vivimos, no dudaríamos en despellejar vivos a todo aquél con el que disintiéramos.
Lo preocupante no es que la boca nos rebose de mierda -eso con un enjuague a conciencia se limpia-; lo aterrador es que tenemos un cerebro de zombi y matamos por mera supervivencia, por una simple cuestión alimenticia y sin remordimientos de conciencia de ningún tipo.
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