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PEDRO ALBERTO CRUZ
Domingo, 18 de febrero 2018, 11:19
«Comprender todo es no perdonar nada», afirma Raoul Hausmann, uno de los líderes del dadaísmo berlinés. La sentencia ilumina a la vez que descoloca, te levanta del asiento mientras recorre todo el sistema nervioso con voluntad de arrasarlo íntegramente. La clave vital que ofrece no deja margen ni para la ambición ni para la autocomplacencia: hay que dejar zonas de la realidad, de la memoria e, incluso, del futuro, sin elucidar. Sobrevivir es seleccionar los lugares de ignorancia, con el fin de que el rencor no te devore y te convierta en un ser inútil. Todos actuamos así: necesitamos ser partidarios de algo, sentir a favor de personas y cosas, establecer un pacto de mínimos con la vida a fin de tener algo de paz. No podemos comprenderlo todo. Es algo similar a contemplar los ángeles de Rilke: nos asaltaría un terror sobrehumano. Cuanto más comprendes, menos perdonas. Y solo podemos remar en el sentido de la realidad desde la ignorancia. La conclusión es cruel, desasosegante, pero la única cierta. Ningún ser humano está preparado para soportar el malestar profundo de un conocimiento integral. Hay que dejar cosas para amar; hay que dejar cosas sin comprender.
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Lo que nunca perdonaré a mi cabeza es que tantas veces se imponga sobre mi piel, mi carne, mis músculos, y no me deje expresar tal y como yo quiero y necesito. La mente es ese tercero que, desde el exterior, te arrebata el destino de tu propio cuerpo.
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A lo sumo se rectifican los errores, pero nunca se reconocen. Cuando la falibilidad se disimula, todo lo que viene después está condenado a la impostura.
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Nuestro fracaso como sociedad se sustancia en una máxima repetida hasta la nausea: «El tiempo pone a cada uno en su sitio». O dicho de otra manera: ya que nosotros, como individuos, nunca vamos a tener el suficiente arrojo de hacer justicia, que lo haga la inercia, la decepción posterior, la abulia más extrema. Que el tiempo recoloque las cosas equivale a decir que solo valoramos en función de lo peor que sigue, no de lo bueno que sucede. Y eso dice muy poco bueno de nuestras dinámicas sociales.
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David González Lago, en su último y fantástico poemario 'Satán es un canalla despeinado', escribe algo que lo aproxima a una suerte de 'poesía antropológica': «No confíes en la gente/ que jamás se despeina./ La existencia es un gran huracán/ que desencaja nuestros huesos/ y nos vuelve del revés./ Solo los despeinados/ lo dieron todo en la batalla». Ciertamente, estamos rodeados de gente que no se despeina. Lo han colonizado todo. La raya del pelo impoluta, su piel sin cicatrices algunas, su vocabulario reducido a cien palabras combinadas con perspicacia y sin el mal de origen tecnológico de la obsolescencia: pueden ser repetidas hasta la saciedad, sin que la eternidad advierta que constituyen un fraude, el índice de una mediocridad nauseabunda y susceptible de ser juzgada por constituir un crimen contra la humanidad. Los que 'no-se-despeinan' son clones del mismo 'status quo', de la corrección asesina, del futuro sin utopías, del pasado aprendido de memoria y jamás comprendido. Y nunca se ocultan: exhiben su peinado enfermizo ufanamente, con la arrogancia de quien se sabe soldado de un ejército siempre victorioso, que está usurpando la 'juventud despeinada' a los siguientes mil futuros.
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Una cosa es vivir de espaldas a la realidad y otra muy distinta vivir de cara a la pared. Lo primero es un acto de cobardía; lo segundo, un castigo por haberte atrevido a mirar fijamente el mundo.
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