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Diariamente, conocemos noticias acerca de la cantidad de multas impuestas por la policía por el no uso o mal uso de la mascarilla. Pero, pese a ello, la cifra de positivos no desciende &ndashes más, aumenta&ndash. ¿Cuál es el motivo? La mayor parte de las sanciones recaen en ciudadanos que infringen la normativa vigente en el aire libre &ndashdonde el uso de la mascarilla no tiene tanto efectos sanitarios como aleccionadores&ndash. Multar a un individuo que camina por la calle por llevar las mascarilla por de debajo de la nariz es algo que queda muy bien a efectos estadísticos, pero que no soluciona nada desde el punto de vista de la expansión de la pandemia. Es una medida fundamentalmente estética y de dimensión moral. El centro de las ciudades se ha convertido en un escaparate en que se nos hace ver la omnipresencia del control policial. Y está bien que la policía cumpla con su misión, pero que lo haga en los lugares y en las situaciones en las que su intervención resulta verdaderamente relevante. El problema de España &ndashen todas y cada una de las comunidades autónomas&ndash es que ha fundamentado su estrategia de lucha contra la Covid-19 en una retórica de la vigilancia y del control paternalista que resulta, de un lado, asfixiante &ndashpuesto que convierte a cada ciudadano en un infractor a priori&ndash y, de otro, enteramente ineficaz &ndashya que este despliegue del control se orienta más a aparentar que a solucionar&ndash. Si comparamos el número de sanciones que se imponen por el mal uso de la mascarilla con el de multas emitidas por saltarse cuarentenas o por concentraciones de personas en zonas más periféricas y menos vistosas de los municipios, el resultado es desolador. Y el problema de raíz es el de siempre: como no se ha invertido en medios, estos se concentran en los escenarios de mayor prestigio. De manera que el núcleo de las estrategias implementadas se resume en un concepto pavoroso: el 'miedo de clase'. Amedrentemos a los culturalmente más favorecidos, y al resto de la población la dejamos a su suerte. Luego si eso la confinamos, y que lo sufran como sea.
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En España, las dos medidas estrella de los 'comités de expertos' son las prohibiciones y los confinamientos. Y no creo que para estas soluciones tan obvias se requiera demasiada especialización. Este país se está distinguiendo internacionalmente por intentar atajar la pandemia en el estadio de las consecuencias, no en el del origen. Y así nos va.
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Espero que, después de su criminalización a cargo de representantes públicos y de ciudadanos-policía, a nadie se le ocurra decir en mucho tiempo aquello de «somos una gran sociedad». Más que una transformación del tejido económico, lo que España necesita emprender con urgencia, durante la próxima década, es una refundación social desde los cimientos hasta el tejado. Lo que somos no nos vale.
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La OMS recomienda... acabar con la cultura. Es posible que esto sea lo que hayan entendido las autoridades sanitarias españolas. De otra manera, no se explica este crimen sin parangón en el mundo occidental.
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Necesitamos menos aislamiento y más soledad. El primero es un acto de obediencia; el segundo, de reflexión.
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Está claro que de una sociedad más culta se derivarían mayores inversiones en ciencia y sanidad. Pero lo que también está quedando cristalino es que la consecuencia de una sociedad regida por las autoridades sanitarias es un maltrato sin precedentes de la cultura. Algo falla.
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