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Se ha impuesto un modelo de gobierno: la inculpación sistemática de los ciudadanos. Y todo indica que este modelo ha llegado para quedarse. Se dan los dos factores necesarios para su perpetuación: una clase política que ha descubierto la panacea para disimular su obscena incompetencia; y una ciudadanía que ha aceptado de buen grado su papel de culpable de todos los males de la sociedad. La culpa es un sentimiento que tarda en desaparecer y que requiere de una terapia prolongada. La incompetencia no se cura. La catástrofe nos ha hecho más sectarios, pero no más críticos. El 'hashtag' ha reemplazado al pensamiento. Nos creemos autoconscientes y reflexivos por oponernos a discreción a todo lo que dice el adversario. Pero no es así: somos marionetas de la mediocridad sistémica. Decimos lo previsible. Y, cuando el guion se cumple a rajatabla, ganan los de siempre. La sociedad está muerta. Lo que saldrá de esta crisis es un cadáver en estado de descomposición. Cada vez más, contemplo el silencio como la única opción de supervivencia. Vivimos en la simulación fabulada por los pobres de intelecto.
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Leo las opiniones de unos y otros sobre las medidas que deben tomarse para frenar la pandemia. Y llego a una conclusión: a ningún partido le importa verdaderamente solucionar el desastre generalizado. Unos exigen los que los otros no hacen. Y, en la región de al lado, los mismos que han hecho algo a cientos de kilómetros, se oponen a ello porque es lo que les toca decir. No me creo nada de nadie. Solo se obedece a modas, a tendencias prerreflexivas. Cada uno juega con pólvora en su laboratorio particular y evita las visiones globales. Porque ya se sabe: pensar en grande solo trae como consecuencia la visualización de las propias miserias.
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Supuestamente, todos los partidos políticos se oponen al elevado precio de la luz, pero ninguno de ellos se ha molestado en solucionar este problema mientras han ejercido el mandato de gobernar. La resiliencia de este país –de todos los ciudadanos que pagan la factura de electricidad más cara de toda Europa– ha derivado en desidia. No somos capaces de solucionar una objetiva injusticia social, y aún así fantaseamos con realizar reformas de más profundo alcance. Pero ¿dónde queremos ir si somos una caricatura de país?
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Por dar ideas: con la misma energía que la sociedad dice '¡encerradnos ya!', podría gritar: '¡Vacunadnos ya!'.
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Asumo con una mezcla de tristeza y rabia que ninguna nueva ley de educación transformará suficientemente el status quo de las cosas como para que, a cualquier niño/a que no se ajuste a los estereotipos normativos, deje de ser calificado como 'raro'. Y con ello no me refiero solo al 'acoso suave' ejercido por una parte al alumnado, sino a la actitud de algunos profesores.
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'Sálvese quien pueda' –se nos insinúa diariamente a través de hechos y mensajes–. Pero es que de nada vale salvarse solo. Las buenas experiencias de la vida siempre son compartidas e implican a muchos. No: digamos, más bien, 'salvémonos todos'. Pero, claro, ese requeriría funcionar como sociedad –algo que dejamos hace mucho tiempo de hacer–.
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