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Asistimos con altas dosis de indignación a la ausencia de interés alguno en que las aulas vuelvan a abrirse en España. La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto la desidia de un país que, evidentemente, tiene invertidas sus prioridades: desde el minuto 1 del confinamiento se estaba trabajando en el regreso del fútbol, en cuáles eran las condiciones más idóneas para que la hostelería recobrase cierta normalidad. Pero ¿qué sucedía mientras con la educación? Nada. Silencio. Inacción. Miedo. Porque, asumámoslo, a las estructuras políticas españolas les ha ido muy bien durante la democracia con una sociedad descapitalizada intelectualmente, que lee poco y grita mucho, que matiza nada y lo estereotipa todo. La educación siempre se ha considerado como un territorio peligroso para los intereses del 'status quo'. Y, ahora, con el advenimiento de una pandemia, esta idea de 'peligro' ha encontrado su coyuntura perfecta para que se considere a la enseñanza como el mayor riesgo que puede correr una sociedad como la española. La educación es la auténtica pandemia. Su capacidad de contagio es superior a la de cualquier otra actividad. ¿Contagio? Sí, contagio. Pero uno el cual ya no se traduce en términos sanitarios, sino competenciales: un exceso de individuos inteligentes y reflexivos puede acabar con el mediocre 'establishment' actual. De manera que, cuanto más retrasemos el regreso de la enseñanza presencial, mejor que mejor. Si esto se traduce en la merma de toda una generación, es indiferente. Cuanto más tontos, más maleables. Y cuanto más maleables, más afines a nuestros objetivos estultos. ¿Y qué sucede con la enseñanza 'online'? La enseñanza 'online' no es educación, es una mera transmisión de datos –subrayo: datos, no conocimientos–. El conocimiento es algo que depende, en un porcentaje elevado, de quien lo transmite, del cuerpo a cuerpo, de la voz y la piel. El conocimiento es, en un 50%, pasión y autoridad. Y eso no lo da el triste maquillaje de la enseñanza 'online' –la nueva mística de los que quieren ciudadanos militarizados, no autoconscientes–. Se permitirán orgías, bacanales, pero no la enseñanza presencial en unas condiciones de normalidad. El hueco enorme dejado por la educación ha sido sustituido por el miedo. Las estructuras de poder quieren individuos temerosos, no formados. Hay políticos a los que, en cuanto se les acabe su capacidad de infundir miedo, se encontrarán sin recursos algunos. La única esperanza que les queda es que la educación se retrase lo máximo posible, que se reduzca a una mera y descafeinada transmisión de datos. La educación es el peor de los virus. Los mediocres lo saben. Y es por eso que la han sacado de la agenda. Fin del debate.
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El caso de 'Lo que el viento se llevó' y su retirada del catálogo de la plataforma HBO es sintomático del despiste monumental que esta época tiene con respecto a todo lo que implica la conquista de derechos y libertades. Más allá del argumento evidente de que la historia no puede ser borrada, y de que cada obra es relativa a su contexto cultural, hay dos aspectos que resultan cuanto menos preocupantes. El primero de ellos se refiere a una cierta impotencia transformadora del activismo, que le lleva a pretender cambiar el pasado ante su incapacidad de cambiar el presente. Esta actitud denota una cobardía extrema: revisar siempre es más fácil y seguro que proyectar. Como no podemos construir un futuro mejor, jodemos la historia del arte en su conjunto. El segundo de los factores a los que me refería posee un alcance igual de inquietante: la transformación del activismo antirracista –o de cualquier otro tipo– en una nueva normatividad que reemplaza a otra preexistente. Aquello por lo que luchamos es por la erosión de los dogmas, por crear espacios de convivencia en los que quepamos todos. La adquisición de derechos no puede implicar la implementación de una nueva normatividad que sume por un lado, y recorte por otro. Dicho de otro modo: la historia está para ser interpretada y aprender de ella, no para fulminarla cuando no nos gusta. La práctica totalidad de la historia del arte es supremacista –falocéntrica, racista, clasista–. Destruirla no nos convierte en más libres y justos, sino en otra variante del fascismo. Lejos de abominarla, deberíamos sentirnos orgullosos de haber evolucionado lo suficiente como para no incurrir de nuevo en aquellos sistemas de representación. La libertad no sabe de hogueras: todo le vale para aprender y hacerse más omniabarcadora.
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Buena memoria y malos recuerdos: la peor de las combinaciones posibles.
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No ser feliz no es lo mismo que ser infeliz: el primer caso implica la asunción de una imposibilidad; el segundo, el reconocimiento de una frustración.
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