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La estrategia nacional de vacunación -aceptada por todas las comunidades autónomas- tiene aspectos que resultan desconcertantes. Uno de ellos es el hecho de que se haya priorizado a los trabajadores esenciales por delante de los enfermos crónicos. Otro, que, dentro de los trabajadores esenciales, se incluya a los docentes pero, dentro de esta categoría, no se encuentren reflejados los profesores universitarios. ¿Acaso los profesores universitarios no somos docentes? Y si alguien ha determinado que es así, ¿cuál es entonces nuestra función? ¿Acaso cuando entramos en un aula nos convertimos en una entidad metafísica, incorpórea, cuya labor cae en un limbo no categorizado? Lo cierto es que el profesor universitario trabaja con un alumnado cuya franja de edad mayoritaria -entre los 18 y los 30 años- es la que, según los datos epidemiológicos, aglutina el mayor porcentaje de contagios entre la sociedad. ¿No sería lógico, por tanto, que si se pretende inmunizar a los docentes -en tanto que trabajadores esenciales-, los profesores universitarios fueran valorados como colectivo de alto riesgo por el nicho de población con el que se relacionan? Todas estas interrogantes no pretenden cuestionar la necesidad urgente de vacunar a mis compañeros de infantil, primaria y secundaria que tan abnegadamente están desarrollando su labor durante este complicado curso. Es más, me atrevo a decir que, con esta decisión de segregar a los profesores universitarios de la categoría de 'docentes', se está lanzando un mensaje que precisamente no viene a valorar su labor educadora. Sostengo desde hace meses que el empeño puesto por las administraciones en el regreso a las aulas no obedece tanto a una creencia profunda en la necesidad de seguir educando a la sociedad cuanto a factores económicos: facilitar la conciliación familiar, y que los padres y madres puedan cumplir su jornada laboral a sabiendas de que sus hijos e hijas están a buen recaudo en la escuela. Dicho de otro modo: pareciera como si el interés por vacunar a unos docentes y a otros no fuera exclusivamente para asegurar su función de cuidadores, de mantener a salvo la labor de guardería de los centros educativos para que, más o menos, la economía pueda seguir funcionando. Y, claro está, como los estudiantes de la universidad están creciditos, son mayores de 18 años, y ya hacen vida independiente, la vacunación de sus profesores no resulta prioritaria. Si atendemos a criterios epidemiológicos, los profesores universitarios habrían de ser vacunados ya por la población con la que tratan; si, por el contrario, se priorizan factores económicos, la docencia universitaria resulta prescindible. En resumen: caos, confusión y argumentos harto cuestionables.

El diccionario define el término 'malestar' como una «sensación de incomodidad o molestia, física o anímica». En la actualidad, existe un profundo y creciente malestar generalizado, pero no un 'malestar social'. El matiz puede resultar paradójico, pero no lo es. El dolor y el pesimismo que nos invade está siendo vivido en un plano estrictamente individual. Más que explotar, implosiona, destruye por dentro, pero no se pone en común. Peor que el aislamiento físico, resulta el aislamiento emocional. El malestar no ha conseguido proyectarse en un plano de resiliencia colectiva. Como individuos, constituimos una olla a presión; como sociedad, no existimos. Jamás la idea de lo colectivo ha estado tan vacía de sentido. De ahí la ausencia de crítica, de una autoconciencia del potencial transformador de la sociedad. Reaccionamos a lo evidente -eso se llama rabieta-; nos callamos ante los ultrajes que exigen una respuesta más reposada y analítica -eso se denomina alienación*. No hay peor dolor que el que no se puede compartir -porque eso nos condena a la insignificancia-.

Una vez, Emily Coleman le dijo, a modo de cumplido, a su amiga Peggy Guggenheim, que carecía de aspiraciones. A lo que esta le contestó: «Tengo aspiraciones de inferioridad». Y, sinceramente, entre tanto supremacista, macho alfa, ideólogo iluminado y bebedor insaciable de sangre, se echa mucho en falta a personas con «aspiraciones de inferioridad». Este mundo ya no aguanta más luchas de poder ni mediciones de polla. O se rebaja la tensión o nos vamos a la mierda.

La luz al final del túnel. O quizás se trate solo de un efecto óptico. Cuando miras fijamente a un punto oscuro en la lejanía, hasta puede que brille. Lo siento, pero hay semanas en las que la vida dentro del túnel transcurre en una absoluta oscuridad.

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laverdad Mapas sin mundo (14-02-2021)