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Los expertos alertan de los estragos psicológicos que está produciendo la pandemia –ansiedad, depresiones, bajas laborales…–. Y a este cuadro tan variado y desolador hay que añadir un hecho que no se está valorando en su justa medida: una «disfuncionalidad sensorial» que está transformando drásticamente nuestra manera de relacionarnos con los demás. La norma de la distancia social de dos metros ha generado en buena parte de la población una aguda y preocupante 'hafefobia' –el miedo al contacto, a ser tocado–. Las consecuencias de la pérdida del sentido del tacto todavía no pueden ser evaluadas, en la medida en que no poseemos una perspectiva suficiente para comprender el grado de afectación que esto puede tener a las relaciones sociales. Se suma, además, que el tacto es el sentido que con mayor precariedad ha sido incorporado a nuestros procesos cognitivos y relacionales. La sociedad occidental siempre lo ha tenido bajo sospecha, limitando al máximo su campo de acción, estableciendo tabús que han hecho imposible su desarrollo pleno. En su esencia, Occidente rechaza el tacto. El cristianismo sustenta su relato de la resurrección en el «noli me tangere» («no me toques») que Cristo le dijo a María Magdalena para detener su aproximación. El cuerpo resucitado de Cristo es un cuerpo para ser contemplado pero no para ser tocado. El conocimiento implica distancia; la cercanía distorsiona nuestra percepción de la realidad. Esta fobia al tacto se transmitió a lo largo de los siglos, y fue redotada semánticamente por la modernidad, cuando Baudelaire, en 'El pintor de la vida moderna', habla del 'flaneur', del paseante, como alguien que puede tocar pero no ser tocado, ver pero no ser visto. Toda nuestra cultura está diseñada para reprimir el contacto físico y, por ende, para negar el cuerpo. El cuerpo molesta, es una realidad peligrosa, excesiva, transmisora de afectos y de enfermedades. El cuerpo solo se tolera a distancia. Massimo Cacciari hablaba del ángel como de aquel mensajero divino que, de tanto acercarse al cuerpo humano, quedó seducido por él, y se contaminó con su impureza. Y así son los 'cuerpos Covid': ángeles a los que se les ha prohibido aproximarse a los cuerpos de los otros para que, como Ulises con el canto de las sirenas, no caigan en la tentación de su carnalidad.
La memoria del tacto es débil. De hecho, no son pocas las personas que comentan que, ante el visionado de alguna serie o película, la cercanía entre los personajes, su contacto –besos, abrazos–, les espanta. Lejos de considerar la inhibición del tacto como una circunstancia pasajera, producto de la pandemia, estamos retro-interpretando la realidad a través de nuestro actual «tele-conocimiento» de ella. Incluso los niños están siendo educados en un 'no' continuo que les impide desarrollarse como sujetos. Muchos de ellos, están dando sus primeros pasos en el colegio bajo la máxima de que tocar es malo. A nosotros, adultos, nos parece que todo se reduce a la adaptación a unas circunstancias excepcionales. Pero muchos de ellos generarán disfuncionalidades emocionales que, a buen seguro, se traducirán en una merma sensorial. Tocar ya era moralmente reprobable; ahora es un delito. El sujeto occidental necesita de muy poco para alimentar su hafefobia. Cuando la población se vacune, el miedo al tacto permanecerá. Porque sustituiremos la norma por la cautela, y encontraremos mil excusas para ser «sensorialmente prudentes». Nos están quitando el cuerpo, y quieren convertirnos en ángeles. No veo peor futuro para la humanidad.
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Y no se nos olvide una cosa: poner distancia implica separar, clasificar, segregar. El racismo que aflora estos días –aprovechando el río revuelto– resulta nauseabundo. La limpieza sanitaria se está convirtiendo en higiene racial. Los conceptos se pervierten, la xenofobia avanza.
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Solo vemos los populismos ajenos, pero no los propios. Cuánto ultraderechista critica abiertamente a Trump porque queda lejos, pero calca su discurso en la vida pública española. Los océanos no tapan las incoherencias, sino que agudizan la esquizofrenia.
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No estamos conviviendo con el virus, sino con nuestra incompetencia.
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No existe el debate, solo los prejuicios. Las ideas se han degradado en forma de clichés.
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