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Y lo peor es que ya no podemos decir aquello de «voy a refugiarme en la normalidad». Nos hemos quedado a la intemperie.
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Desescalada de los deseos: ahora aspiramos a lo que siempre habíamos despreciado.
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Un político mediocre es aquel que, consciente de sus profundas carencias, pretenderá ocultar su sentimiento de debilidad mediante una estrategia de continua confrontación y ruido social. Para él, tender la mano es un gesto de derrota, porque su único modo de supervivencia es la crispación. La mediocridad nunca resiste a un periodo de paz: en el silencio del campo de batalla, el tonto pierde protagonismo. Seamos sinceros: en el peor momento de la historia reciente de España, cuando ni siquiera debería ser necesaria –por lo obvia– una llamada al entendimiento, los tan ansiados 'pactos de Estado' tampoco llegarán. Algunos representantes políticos no se han dado cuenta todavía de que esto ya no va de quién gana un determinado debate dialéctico. Ahora mismo, la persecución de la frase más ingeniosa e inflamatoria ya no es un motivo para aplaudir, sino una razón para marcharse. La lealtad es un acto de inteligencia. Y, evidentemente, los que solo saben rajar y reclamar el aplauso ciego de sus correligionarios ni saben de lo que va el comportamiento inteligente ni, por supuesto, la actitud leal. Si nuestro futuro depende la capacidad de armonizar voluntades de la política española, estamos perdidos. Los peores han llegado en el peor momento.
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PP y Vox se oponen con todo el patetismo de sus argumentos al conocido como Ingreso Mínimo Vital. Desde su óptica, no se trata de un derecho de cualquier ciudadano, sino de una excesiva intervención del Estado. He escuchado, incluso, referirse a España como «país bananero» por el hecho de implementar una medida de este tipo. No salgo de mi asombro. Los mismos que profieren exabruptos contra el Ingreso Mínimo Vital son los mismos que, por otro lado, apoyan la labor benéfica de la Iglesia y de las ONGs. Lo cual conduce a una conclusión cuanto menos escandalosa: para estas voces, la caridad es legítima, pero los derechos no. Y no solo eso: puesto que España se ha convertido en un 'país bananero' desde el momento en que se ha decretado el Ingreso Mínimo Vital, es fácil inferir que un 'país civilizado' es aquél que deja morir a los más vulnerables con tal de que el Estado no intervenga más de lo estrictamente necesario. Al igual que las antiguas civilizaciones, el sistema necesita de sus sacrificios en forma de desahuciados para que el progreso no se desvíe de sus objetivos. La caridad no genera compromisos legales; los derechos, sí. La caridad crea individuos dependientes; los derechos, individuos empoderados. Y he aquí que, en medio de este debate, el Papa Francisco se declara a favor de la renta universal y, desde España, Santiago Abascal lo rebaja de 'representante de Dios en la tierra' a mero 'ciudadano'. Aspecto este curioso: el líder de la Iglesia es despreciado por un ultracatólico por defender la que ha sido siempre la razón de ser de esta institución –otorgar dignidad al más necesitado–. A Abascal lo que le pone de verdad es la 'caridad clasista' –o el 'clasismo caritativo', según se mire. Cualquier ayuda facilitada al inferior ha de preservar el 'status quo' vigente, de suerte que el inferior continúe siendo inferior. Lo que se le ofrece no es un derecho, sino una dádiva. Conciencias como las suyas solo encuentran alivio en la magnanimidad del auxilio al débil. Y para que esto suceda, el débil ha de ser siempre débil y no tener derechos.
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Los abrazos no se piensan. Espero que, en esa 'nueva normalidad' que se aproxima, no nos abracemos calculadamente.
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