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La respuesta al coronavirus parece escindirse en dos tipos de prioridades: salud y economía. Según esta polarización, quienes abogan por implementar todas las medidas &ndashpor restrictivas que éstas sean&ndash para preservar la salud de la población, sitúan a la economía en un segundo plano. Y, por el contrario, quienes anteponen la supervivencia de la estructura económica son tildados poco menos que de kamikazes insolidarios a los que la salud de la comunidad les importa un bledo. Este esquema &ndashde un maniqueísmo que se compadece poco con la complejidad de la realidad, y que lo reduce todo a un falso blanco o negro&ndash no tiene en consideración un tercer paradigma de comportamiento, que no debe ser olvidado a fin de comprender la psicología ciudadana: el factor experiencial. Existe una creciente necesidad de recuperar cierta normalidad emocional, que no implique un continuo cálculo de las acciones propias y que devuelva a cada individuo al 'paraíso' de sus rutinas. Este tercer paradigma &ndashocultado por los otros dos anteriores&ndash se torna más determinante conforme pasan los días, y nos coloca ante una interrogante crucial: ¿cuánto tiempo resistirá la población en una dinámica vital gobernada por la disciplina?
Dicho de otro modo: ¿cuál es nuestro límite de 'resiliencia disciplinal'? Aquí conviene introducir un matiz para no generar malentendidos: no se trata de que la sociedad, como consecuencia de su desgaste emocional, vaya a sublevarse y transgredir las normas. No hablamos de un proceso consciente, sino inconsciente.
La cuestión aquí es por cuánto tiempo un conjunto de personas es capaz de mantener las restricciones experienciales que se les imponen sin que previamente se sustituya el modelo político en el que vive? No es igual la 'resiliencia disciplinal' de un sujeto que vive en un régimen democrático que la de otro que, desde que ha nacido, vive en un sistema autoritario. Las expectativas del primero son mucho mayores que las del segundo. Llegará un momento en el que, para los ciudadanos de países democráticos, lo más importante será recurar su margen de maniobra emocional. Y esto es algo sobre lo que hay que reflexionar, por muy incómodo que resulte.
Lejos de afinar nuestra potencia reflexiva, la Covid-19 ha radicalizado los dualismos: lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro, lo nuestro y lo otro, lo solidario y lo insolidario. La sociedad &ndashsobre todo la española&ndash ha decidido que la única opción posible es obedecer, y no plantearse nada más. Quien obedece, pero además lo hace críticamente, es considerado un blasfemo e irresponsable.
Lo peor del virus es que, en una sociedad como la española que ya penalizaba culturalmente el trabajo intelectual, la reflexión se ha tornado en un asunto de brujería. Quien cuestiona merece la hoguera. Es más, por encima del miedo al virus se ha impuesto el miedo a expresarse. Pocos se atreven a hablar. Y, ciertamente, jamás puede haber responsabilidad sin libertad de expresión. Para algunos, la reflexión solo trae el caos. Y ese es el gran problema: la ruina intelectual &ndashmayor incluso que la económica&ndash que la pandemia va a traer a España. En otros países &ndashFrancia, Inglaterra, Alemania, Italia&ndash existe debate y los intelectuales no son considerados como antipatriotas y enemigos públicos.
Me espanta aquello en lo que nos estamos convirtiendo &ndashen sicarios de la irreflexión&ndash. Cumplamos las medidas, joder, pero desde una actitud crítica y no babosa.
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Un nuevo espécimen humano ha emergido durante este periodo. Su nombre es 'confinator'.
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Ha hecho menos daño Boris Johnson al turismo patrio que algunos representantes públicos españoles con sus declaraciones.
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¿En qué vamos a salir mejores de esta crisis? En el arte miserable de echarle siempre la culpa al otro.
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