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Las aulas son de los espacios más seguros durante esta pandemia. Todos los países de Europa las están manteniendo abiertas pese a que las medidas aplicadas sean muy restrictivas. Si algo -parece- que hemos aprendido de la primera ola, es que la educación no puede confinarse. Las aulas deben ser el contrapeso de los hospitales; si estos se llenan, aquellas no pueden vaciarse. Las aulas son la última esperanza que nos queda.
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Ahora que por fin dejan llenarse los teatros y auditorios a un 50 % de su aforo, decretan el toque de queda a las 23.00 horas y cierran perimetralmente cada municipio. O la medida la tomaron a sabiendas de que la aplicación de ulteriores restricciones no iba a permitir su ejecución, o la cultura está gafada y tocada de muerte.
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Los asistentes a la tristemente célebre cena de 'El Español' tienen la posibilidad de pedir perdón y de que, además, la sociedad valore positivamente este gesto. Si un ciudadano cualquiera es pillado a las 23.15 caminando por las calles de la ciudad, no tendrá posibilidad de disculparse: se le expedirá una multa y será un delincuente público que engrosará las estadísticas policiales publicitadas por las administraciones para vender su modélica gestión de la pandemia. Esa es la enorme diferencia: unos piden perdón y se convierten en modelo social por transgredir sus propias normas; otros también lo hacen y pasan a formar parte de esa lista interminable de ciudadanos irresponsables criminalizados por los representantes políticos.
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La pandemia ha hecho surgir, entre la población española, una profunda 'efebifobia': un miedo irracional hacia las personas jóvenes. Los primeros en ser señalados fueron los adolescentes -los cuales, en su totalidad, participaron en botellones y bacanales a la altura de los mismísimos ritos dionisiacos. Después han venido los universitarios, que, además de la juventud, poseen el agravante de que se dedican a aprender. Juventud y conocimiento son dos factores hacia los que se ha generado cierto sentimiento entre la sociedad española. Estamos tan embrutecidos, tan frustrados, tan llenos de odio hacia todo lo que transmita un poco de vida y de optimismo, que no existe paradigma más detestable que el del joven universitario.
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Uno nunca se cansa de vivir, pero sí de morir.
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Nos alimenta un retronihilismo: parece que no fuimos nada antes que esto, que nada existió. Al principio creíamos que la pandemia nos había robado el futuro, y que solo nos quedaba el pasado. Ahora todo está claro: lo que la pandemia nos ha birlado es el pasado, la posibilidad de recordarnos libres.
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He decidido creer solamente en lo que la mayoría no cree. Las creencias o son marginales o no sirven para nada.
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No hay vacunas suficientes para la gripe. Pero -ya se sabe- «la administración no tiene fallos. Son los ciudadanos los irresponsables».
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