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JOSÉ MERLOS
LUNARES RELATOS

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Rendibú | Relatos ·

JUAN ANDRÉS MOYA

Lunes, 16 de noviembre 2020, 08:38

El blanco procaz del enlosado le produjo a Gregorio un escalofrío. Era cruel su limpidez, un eufemismo que oprobiaba por inmisericorde, por vulgar. Se alzaban las paredes del vestíbulo en sus cuadrículas perfectas hasta un techo del mismo color, también blanqueado. Despreció las lámparas de estaño y ese tubo de cobre que silueteaba las esquinas. Auscultó las puertas de vaivén que daban a la sala contigua, quietas ahora, en su acero y su confabulación. El olor a desinfectante le arañaba la garganta.

-Te voy a hablar muy francamente -anunció el forense Seisdedos, mirando al hombre por encima de la montura&mdash. Reconocer un cuerpo es una cosa muy desagradable. Entonces, es mejor hacer las cosas bien, con cuidado. Y por eso te voy a ser muy sincero, ¿tú me entiendes?

¿Qué podría él entender? Estaba de pie -su esqueleto, erguido sobre el suelo, sujeto por una fuerza cuyo origen desconocía- y escuchaba. ¿Escuchaba, en verdad? No, apenas oía. Le devolvió la mirada a Seisdedos, pero ¿miraba? No, no miraba, solo veía. Alrededor estaban aquellos policías, pero ¿quiénes eran? Los tenía cerca -si estiraba los brazos, podría tocarlos-, pero no estaban, no del todo. O quizá fuera él quien no se había presentado, aun teniendo allí el cuerpo y la sombra. Estaba ausente, al igual que su hija Carmen, y era su ausencia como un sol que divide en dos el mediodía y uno no necesita siquiera verlo para comprender que allí arde, por encima de sus necedades, ajeno a sí mismo. ¿Dónde estaba su hija? ¿Adónde fue? Gregorio exigía saberlo porque, allá adonde fuera, se lo había llevado a él también.

-¿Me entiendes o no? -repitió Seisdedos.

-Sí -mintió.

-Ea, ya vamos mejor. Antes de entrar, tienes que saber lo que te vas a encontrar. Si no, igual te me caes redondo. No serías el primero...

¿Había un matiz de orgullo en sus palabras? Por ser él inmune al horror de un depósito, a su masacre silenciosa, ¿se mostraba arrogante? Quizá fueran solo sus maneras rudas y un hábito que era suyo en exclusiva. Gregorio lo observaba y asentía. Tras cada sarta de palabras, asentía.

El inspector Rúa debió percatarse. Estudiaba el gesto de Gregorio bajo esa luz árida de la lámpara.

El temblor de sus cejas lo conmovió, tal vez por eso carraspeaba.

-Escuche lo que dice el médico. -Y cómo le dolía darle la razón-. Hágale caso.

-Sí- musitó el hombre sin una consciencia detrás.

-Lo que te quiero decir es que la cosa está fea- continuó el forense-. El cuerpo de la niña está en mal estado, no va a ser agradable. Por eso mismo te propongo una cosa, una cosa que el inspector, aquí presente, va a aceptar por humanidad. Desde el pubis hacia abajo, está bastante mejor. La pierna izquierda está prácticamente intacta; la derecha está peor. Entonces, no me parece a mí que haga falta que le veas la cara. Además -y aquí vuelvo a ser sincero, aunque duela-, no hay mucho que reconocer. Por tanto, puede que con verle las piernas ya la puedas identificar, porque enseguida te des cuenta de que no es ella. Ojalá sea así. Si con verle las piernas no tienes suficiente, habrá que ver más. ¿Cuánto? Me temo que lo necesario. ¿Has entendido?

-Claro.

-Dicho queda. Entremos.

¿Cómo iba a entrar? ¡No quería! Tenía derecho a negarse. La línea recta entre las dos hojas de la puerta le supo a Gregorio tal que una frontera infranqueable, la linde que separa lo habitable de lo inhóspito. De este lado aún había un hueco para la inocencia, pero del otro... ¿Qué seseaba en el otro? En aquella sala prístina, tan desabrida, coexistía con la desaparición de Carmen, pero era esa marcha acaso más natural que la muerte, más llevadera. Si cerraba los ojos -¿los había abierto en algún momento?-, podría rememorar la frente alta de su hija, lo marcado de las clavículas, los labios finos, tan dados al silencio... En fin, la postal de una joven viva, sudorosa, a su manera risueña. Podría un día beber más de la cuenta y olvidar que no estaba, imaginar que había huido a otra parte, que quizá regresaría. Le quedaría el consuelo del sueño, de la borrachera apacible, del descuido. En cambio, si cruzaba el umbral y la hallaba ya no ausente sino manifiesta, fija encima de una mesa, endurecida... ¿Cómo podría engañarse después? ¿Cómo podría seguir adelante?

-Adelante -insistía Seisdedos.

Le puso una mano en la espalda. Con ella tiró de él hacia la sala contigua. Finalmente, entraron.

Fue el sonido de esa puerta -lo rememoraría hasta el infinito Gregorio- lo mismo que la expiración de alguien que se ha quedado, para siempre, sin aire. Llegó, después, la pintura, porque alguien debía haber pintado aquella escena en óleos sin gracia. No podía ser real, ¿cómo iba a serlo? Habían velado una capa de tinte blanco sobre el lienzo también blanco para exagerarlo, en busca de un efecto, y lo lograron, porque cegaban las baldosas pequeñas, a pesar de la mugre en las juntas; porque oprimía el vacío por muy poco contenido, que a punto estaba de desbordarse de tan salvaje; porque conjuraba esa claridad algo tenebroso que tal vez llevara uno por dentro y debía sacarlo para interrumpirla y ponerle una traba... En el centro se alzaba un mesa de mármol. En cierta forma -se horrorizó Gregorio con la ocurrencia- era esa mesa tal que un anticipo de la lápida, las dos esculpidas en el mismo material.

-Por aquí -condujo Seisdedos.

Una forma mínima yacía cubierta por una sábana y era tan nimia que el inspector Rúa se preguntó si habría realmente una persona debajo. No, comprendió, ya no era una persona. Se aproximaron. Un olor viejo, como a líquenes, les rozó con inquina.

-Tendría que haber puesto antes el ventilador -se excusó el forense.

Contempló Gregorio la sábana, esa sábana que no existía o existía solo en su locura. La habían puesto por respeto. ¿Por respeto a quién? ¿A la víctima? ¡Mentira! Se enfriaba su cuerpo desnudo en una habitación cruel, cosida la piel sobre una cavidad hueca; lo habían desangrado. No cubría la sábana su vergüenza, sino la de ellos. La tapaban a ella para no taparse a sí mismos, porque habrían necesitado mucha más tela. Gregorio ni respiraba.

-Este es el momento. Te pido que seas fuerte. Haremos lo dicho, ¿de acuerdo?

No respondió. Fue el inspector quién movió la cabeza por él.

-Adelante -instruyó.

Tomó un extremo de la sábana Seisdedos; con los dedos la pellizcó. Se centró en Gregorio -a él le ocupaba solo la sábana-, luego en Rúa. Finalmente la apartó.

Relucía la espinilla con un brillo ilusorio, suave y recta, cubierta por un vello que se adensaba al llegar al tobillo. Descansaban, a cada lado, los pies sin que una voluntad los enervara ni una mancha los estropeara. Eran cortas las uñas, cuadriculares, y nudosos los dedos. Sobre el empeine derecho portaba una cicatriz de pocos centímetros, de un tono blancuzco. Cuatro lunares anchos, un tanto turgentes, pintaban la pierna izquierda hasta el muslo; el resto lo ocultaba la sábana, al igual que al derecho, también escondido. El nacimiento de la quemadura emborronaba la parte exterior de la rodilla. Se agrietaba ya la costra, cada vez más reseca. Una picadura reciente, probablemente la de un mosquito, abultaba un espacio cerca del tendón. Y pensar que ya solo al insecto nutría aquella sangre por dentro...

-Tómate tu tiempo, no tenemos prisa -recordó Seisdedos-. Fíjate bien en los detalles, a ver si te dicen algo.

¿Qué le decían aquellas frías características lejos de un contexto? ¡Nada! No eran nada, no existían; alguien las había fabricado. Eran una falacia, parte del atrezo. Aquello no podía ser verdad. Había perdido no solo a una hija, también el juicio. Escudriñaba la cicatriz y nada sentía, porque era falsa. No era como aquella marca que le cruzaba a Carmen el pie derecho el día en que la sacaran de aquel agujero en el que se cayó, agotada pero sonriente; no poseía su misma longitud, su misma textura. Y aquellos cuatro lunares no podrían ser más distintos y en nada se parecían a esos otros cuatro que le recorrían a Carmen la pantorrilla. ¡Qué burda imitación! Estaba todo tan travestido... Las uñas -¡qué torpeza!- habían intentado que fueran idénticas a las de Carmen, también cuadradas y torcidas, esas uñas que él tocaba cuando apenas tenía ella unos días y le maravillaba que estuvieran ya puestas sobre los dedos, completa y perfecta, aun en miniatura. Pero no, no habían acertado: era un pésimo trabajo. Ese pie que quería ser como el de ella no lo era en absoluto, incluso del mismo tamaño, de forma pareja, ¡no lo era! Ni esos tobillos ni esos talones. Eran una burla... ¿Y por qué temblaba de pronto el mundo? ¿Por qué comparecía ante él tan borroso? ¿Lloraba? ¡No, claro que no lloraba! Le habían puesto esas lágrimas en los ojos para ridiculizarlo, para que fuera todavía más creíble su papel. No eran lágrimas de verdad, también eran postizas. Si estiraba la lengua y las saboreaba, las hallaría sosas en lugar de saladas, plásticas e insulsas. Le rozaban el labio superior. Por eso se relamió, no para comprobarlo -no hacía falta- sino para acabar con aquella farsa de una vez por todas. Abrió la boca y tocó aquella humedad que debía ser simulada... Pero entonces... Entonces gimió como un perro al que han apaleado y recuerda, en un sueño, el crujido preciso de los palos. Se le cayó de entre los dientes y le temblaron los hombros; se hizo, como por hechizo, más pequeño. Porque no encontró vacía aquella lágrima sino salada. Y si había una sal en ese llanto, una sal real, no imaginaria, ¿no habría también algo de verdad en aquellas uñas? ¿No serían menos diferentes -sí, ahora lo veía, eran idénticos- los lunares? ¿No guardarían relación, una con la otra, las cicatrices? Si no dormía ni fantaseaba, entonces debía estar ocurriendo...

Alrededor se alzaba la morgue. Frente a sí tenía una mesa de autopsias. Sobre ella yacía el cadáver de su hija.

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