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Este país lee más. No hay ninguna duda. Ninguna encuesta apunta signos contrarios. En cualquier noticiario se hacen eco del hecho claro. Ni una sola de las fuentes confirmadas pone en duda ni tan solo por un breve instante que esta afirmación, esta máxima, este ... axioma, sea cierto. Ok. Leemos más pues. Pero como cualquier axioma más vale tomarlo con calma, mirarlo por los ángulos, levantarlo un poquito y darle una vuelta para ver qué tiene debajo, acercarlo a un foquito de luz, y sin maldad, ponerlo un rato en duda. Que leemos más es algo que decimos todos un tanto orgullosos, como si hubiéramos sido nosotros los que hemos arrastrado al resto de nuestros congéneres a leer, o como si el despertar mundial a los signos y caracteres impresos tuviera en su núcleo algo de nuestro ímpetu y significara un cambio de estado de la sociedad que por fin se dispone hacia la cultura.
La realidad es que leemos más porque estamos más solos. Porque nos hemos quedado encerrados y tristes y porque en momentos de grandes problemas la gente se retrae. Se repliega. Se mete dentro de sí y dentro de los libros. Hemos tenido más tiempo, hemos tenido que quedarnos más en el interior, más cerca de las lamparitas y los sofás, y el consumo propio (al igual que el de las series del que ya hablé en el último artículo) ha crecido.
Pero como siempre que hay un dato cristalino, rápidamente salen los primeros negacionistas, y aunque los números digan que se venden más libros, que se abren más librerías, que Amazon hace más almacenes y que los pequeños comercios libreros se han unido y están más rozagantes que nunca, los negacionistas de la lectura no se lo creen. Yo reconozco que tengo mis dudas. Una cosa es que se vendan más libros y otra es que se lea más. Tal vez el dato que deberíamos buscar es cuántos libros se sacan de la biblioteca. De Prada, siempre tan cordial en sus artículos (esto es una figura literaria llamada ironía), advierte incluso de la inminente llegada de «una nueva edad oscura» y acusa a las editoriales de maquillar los datos. Aunque también pone el dardo insistentemente en la bajeza y pobreza intelectual de lo que leemos comparado con la sacrosanta educación que él recibió, y que lo hizo, al fin y al cabo, el señor hombre que es. Ni tanto ni tan.
Por lo tanto, y ateniéndonos a las cifras, se compran más libros. 'It's ok'. Pero mi mirada no se posa solo en los números, irrefutables, o maquillables, o tal vez no tan reveladores como otros quieren ver. Mi mirada tiene más que ver con qué escribimos. Por qué escribimos. Para quién escribimos. Elvira Lindo levantaba el otro día la voz, no es la única ni mucho menos, ante cierto estado de pornografía emocional con la excesiva «literatura de la maternidad» que ha aparecido en los últimos tiempos. Esta exhibición máxima, no solo la de la maternidad, sino la de las emociones, la sexualidad, las drogas y las experiencias propias en general, hija directa de la autoficción y sobrina de las redes sociales, tiene mucho que ver sin duda con nuestro estado psicológico post pandemia. Y como dice Agustín Fernández Mallo en 'La mirada imposible', «cada vez nos gusta más sentirnos observados». Nos da tranquilidad. Hace que «nuestra cotidianeidad tome el estatuto de teatro estable y normalizado». Nos da paz, nos da espectadores, sentimos que alguien vigila nuestras penas y nos hace sentirnos protegidos de alguna manera, menos solos en definitiva.
¿Qué fue antes entonces, los 'influencers' que se hacen escritores hablando de sus problemas físicos y emocionales, o la bajada de nivel de la literatura que se acerca más a la lírica de un post y a una estructura editorialmente académica para funcionar y vender?
Lo que es cierto es que la pandemia, el miedo, el léxico limitado de las redes, el pavor a no vender, la literatura del yo tocado, nos ha vuelto a pasar por un tamiz de uniformidad que no nos lleva a un sitio demasiado interesante. En esta época de repliegue histórico y social, como en otras épocas similares a lo largo de la historia, nos volvemos un poco más cobardes y nos quedamos dentro, y de ello se resiente la escritura, la literatura, el arte y los movimientos dinámicos y rompedores, que son los que hacen avanzar la rueda estirando con fuerza desde los márgenes.
Si no tenemos nuevos movimientos literarios o artísticos poderosos es porque esos márgenes en los que vive lo distinto, las rarezas, los inadaptados que gritan cosas, las aristas que rascan y arrastran la cultura, todas esas puntas de lanza, están romas. Son blanditas. No atacan, no llegan, no epatan, no pinchan, no molestan. Y sin esa sensación de extrañeza y violencia no hay creación, no hay arte real y potente. Todos escribimos dentro de un 'establishment' editorial-cibernético en el que las normas se cumplen y todos nos ofendemos si no entendemos algo. El punk murió, pero es que su cadáver es de una cordialidad insoportable.
Nos hemos confinado en letras blandas, amables, que caben en un post y que no molestan a nadie para tener más seguidores y mayor aceptación. Ni en forma ni en fondo buscan nada distinto ni arriesgado. Antes hubiera dicho: nada nuevo. Pero el concepto de nuevo se lo ha quedado el comercio para engañarnos refriendo cosas, así que no diré nuevo.
Para concluir. Y para que estas letras no pequen de girar sin rumbo sobre los mismos conceptos, podemos estar de acuerdo con las cifras y proclamar a los cuatro vientos que leemos más (o compramos más libros) y eso es un punto de esperanza y alegría, pero tal vez no somos conscientes de que estamos escribiendo en peores condiciones. No solo condiciones editoriales o comerciales, si no condiciones estructurales, artísticas y sociales. Escribimos en un estado de control que se mira constantemente el ombligo, segundo a segundo, en el espejo de 'likes', reuits y aprobaciones directas, y eso lima las espinas, y nos hace creadores complacientes y aburridísimos. Y ahora que dicen que la gente lee más, tal vez deberíamos intentar escribir mejor, o como poco, escribir más valientes, más lanzados, más intrépidos, distintos y libres.
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