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Contaba Vargas Llosa en uno de los seminarios que nos impartió en la Sorbona que su padre, para curarle el mal de la escritura, lo ... envío al colegio militar Leoncio Prado, donde le aplicarían la disciplina marcial necesaria para alejar de su cabeza adolescente todas esas ensoñaciones de mujeres. Escribir no es algo de hombres, tuvo que pensar el padre, por eso lo encerró entre fusiles y uniformes color caqui, para dejar de lado las cursilerías. Así conocimos a Alberto, el poeta, un chico sensible que debe sobrevivir en un mundo hostil, entre sudores militares y escapadas a la playa, sinuosos paseos por un Miraflores elegante, donde siempre era verano y los cines abrían hasta tarde, y las manos de Alberto buscaban debajo de la blusa la piel de Teresa.
El padre de Vargas Llosa le quiso quitar del mal de la escritura y le otorgó a cambio el tema de su primera novela. No sabía que la literatura es un río profundo que corre por las venas de la sociedad, que se cuela en cada resquicio, como un agua limpia que arrastra las impurezas de la historia. La ciudad y los perros nació como un monumento a la libertad de la inteligencia frente a los gritos. Un grupo de muchachos, inocentes y felices como es la adolescencia, que se enfrenta a la brutalidad de una vida adulta, al grito y el puño, encarnados en el Jaguar.
Quien haya entrado en las estancias del Leoncio Prado de la mano de Vargas Llosa sabe que su literatura percute en el alma del lector. Yo abrí por primera vez sus páginas en el verano de los quince años y desde aquel día no he podido desprenderme del aire de libertad que corre por sus novelas. Libertad frente al orden establecido. Libertad individual ante una masa somnolienta, que no se cuestiona nada más allá de sus manos. Así son sus personajes. Como Flora Tristán en un siglo al que había llegado demasiado pronto. O Zavalita, ahogando su futuro en el cuello de las cervezas, dentro de la Catedral de los derrotados. O Don Anselmo huyendo del incienso de las misas para fundar la Casa Verde.
La memoria que Vargas Llosa ha legado al mundo se compone de personajes valientes, de diálogos que crean una arquitectura poderosa, capaz de describir con exactitud todos los mundos que habitamos, aunque solamente enfoque un rincón del Perú de los cincuenta, el París de la intelectualidad que fumaba pipa. Su escritura es historia pura de las sociedades libres, de los grupos humanos que pretenden luchar por su destino y que no temen enfrentar al autoritarismo si al final de la escapada no hay cadenas que lo detengan.
Ahí reside su fórmula del compromiso, de la libertad por encima de todo y a pesar de todo. Cuando el comunismo era una moda y una estrategia de marketing y los escritores de las dos orillas firmaban manifiestos en apoyo de Castro y animaban a los estudiantes a lanzar adoquines sosteniendo banderitas de Mao, Vargas Llosa se enfrentó a sus pares y lanzó un discurso que aún queda temblando en el aire de la dignidad humana. La libertad del individuo está por encima de todo, de la estética revolucionaria, de la historia entendida como escalada. Encontró la escritura como un instrumento para hablar de libertad, para iluminar aquellos rincones del mundo sumidos en la tiranía. Puso sus palabras al servicio de un ideal mayúsculo, en peligro estos días. Lo hizo en sus novelas, en sus ensayos y en sus artículos. Contra las corrientes de pensamientos autoritarias. Contra la censura de los tiempos buenistas. Separándose de los amigos, de los editoriales de los medios donde publicó y de buena parte de sus lectores. Libertad por encima de todo. Libertad para ser uno mismo, para hacer brotar la mejor literatura posible.
Todo estaba en Alberto, el poeta, en los pasillos del Leoncio Prado y en los paseos hasta la playa de Miraflores. He aquí la grandeza de un escritor irrepetible, identificar el mundo entero a través de una historia pequeña, singular. Un chico enamorado de la literatura al que no le dejan escribir. Apenas un niño que quiere contarle al mundo lo que le pasa, que ama a Helena, a Teresa, que desprecia las armas y que teme convertirse en el Jaguar. Vargas Llosa escribía contra el miedo. Escribía para alertarnos que nunca seamos ese Jaguar de La ciudad y los perros. Hoy, en su muerte, reivindiquemos lo libre que somos al leer a Vargas Llosa. Una libertad tan pura y valiente que hasta el Jaguar llora al ver el mar en Miraflores.
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