Este tipo es un cachondo, un gran artista, una enciclopedia de arte y de vida. Vinculado a la Región por motivos sentimentales, y por haber ... vivido en el Campo de Cartagena a mediados de los 90, una etapa de su vida que jamás olvida, Javier de Juan (Linares, 1958) goza hoy de un reconocimiento que vive no sin cierto asombro. La editorial Reino de Cordelia prepara una reedición exquisita de su obra 'Un exilio mediopensionista', «una joya bibliográfica en la que la biografía literaria va de la mano del alarde gráfico de uno de los artistas plásticos que crearon la imagen de la Movida madrileña». Fue editada por vez primera en 1996, y en ella plasma su vida y los mil viajes de su cabeza durante su etapa «impagable» cerca del Mar Menor.
–¿Qué me dice?
–Pues que ya tenemos una edad, pero seguimos vivos y nos queda caña.
«No estoy dispuesto a dejar que te vuelvan loco, porque nos están descolocando de una manera terrible, que si la AI, que si el ChatGPT» «El Campo de Cartagena no es Murcia, es un universo en sí mismo, un mundo que hay que conocer»
–¿Cómo se lleva el ser reconocido como uno de los artistas plásticos fundamentales de las últimas décadas? Su agenda próxima de exposiciones públicas impresiona.
–Pues, por un lado, tiene una parte que me resulta un poco triste, porque una de las razones es porque yo estoy vivo y de la gente de mi generación quedamos pocos. Hay quienes me recuerdan [sonríe] que yo puedo ser el siguiente...; espero que me lo tengan que estar recordando mucho tiempo.
–¿Y la mejor parte?
–Llevo trabajando toda mi vida, pero me cuesta creer que estemos preparando exposiciones que recogen 50 años de trabajo. Yo hice mi primer cartel con 16 años. He hecho un buen recorrido, en un país que no es ni para artistas, ni para creadores en general. ¿Sabe eso de 'escribir en España es llorar'? Pues pintar ya ni le digo, es una puñalada en el cuello. Yo me siento muy satisfecho de mi trayectoria.
–¿Cómo era usted con 16 años?
–Yo no reconozco a ese Javier de los 16 años, ni tampoco a otros Javier de Juan que han ido montándoselo a su manera. Mi generación es que ha vivido tres siglos: empezamos con una infancia en el XIX, en casas en el campo sin luz, sin agua, sin televisión; luego vino la Transición y llegamos al siglo XX, porque en España llegamos al siglo XX en 1975; y ahora ya estamos en el XXI. Y en estos tres siglos hemos sido tantas personas diferentes, con tantas mentalidades y tantas formas de entender las cosas, que no es fácil ir reconociéndose uno en todo lo vivido.
–¿Y en qué no ha cambiado?
–En la pasión por dibujar y por pintar, porque esa pasión me posee. Tengo cuadernos con dibujos desde los cinco años, dibujar y pintar me sale por la punta de los dedos, son el hilo que cose toda mi vida. Y tampoco he cambiado en lo observador que soy. Observo a mi alrededor y lo traduzco en dibujos, pinturas, grabados, carteles publicitarios...
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Un viaje pendiente:
Siracusa.
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Un lugar al que volver:
Tribeca en el Nueva York de 1987.
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Un libro de cabecera:
'Tierra de hombres', de Antoine de Saint-Exupéri.
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Un pintor:
David Hockney, Paul Gauguin y Ceesepe. Mañana serán otros.
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Un músico:
Mozart.
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Un personaje histórico:
Homero, si es que existió.
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Un postre:
Tarta de manzana reineta, sin crema, con un buen hojaldre y helado de vainilla. Y al lado un asiático.
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Una manía:
La sopa y los guisos hirviendo.
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Un sueño cumplido:
Haber podido ser artista visual toda mi vida sin tener que buscar trabajos alimenticios.
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Una prenda de vestir:
Chaquetones de Michelin, los de roscos.
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Un consejo:
No os peleéis por los políticos, a no ser que os paguen de una manera u otra.
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Un político:
Todos los de la época de la Transición, los de la Constitución. Hicieron política y nuestra vida mejoró.
–¿Y con las nuevas tecnologías, cada vez con más presencia en el mundo del arte, cómo se maneja usted?
–Me interesan porque son el futuro, y no sirve de nada vivir de espaldas a los avances tecnológicos. Todo esto que estamos viviendo hoy lo veíamos ya en los tebeos de Flash Gordon cuando éramos pequeños, con la diferencia de que todavía no llevamos todos leotardos, y espero que sigamos así. Yo estoy aprovechando la tecnología para ampliar mis formas de expresión como artista; estoy haciendo muchas instalaciones, proyecciones en fachadas... Hoy, cuando te dedicas a pintar, sin recurrir para nada a lo analógico, tienes la sensación de estar haciendo algo muy primitivo. Las nuevas tecnologías han llegado como un 'tsunami' tremendo y todos estamos aprendiendo a manejarnos con estas nuevas herramientas.
–¿Con alegría?
–Bueno, con alegría pero también apretando los dientes y diciendo 'hijos de puta, no vais a acabar conmigo' [risas]. Ambas cosas, porque a veces se te hace muy duro. Yo, ahora, estoy un poco asustado con esto de la Inteligencia Artificial (IA). Ya estoy haciendo muchas cosas tecnológicas, y colaborando con universidades tecnológicas y con empresas de luz, de sonido..; y ahora llega la Inteligencia Artificial y tengo que pararlo todo y dedicar mi vida a intentar entenderla; ¡por favor, parad ya! Así es que he decidido que este es mi techo, hasta donde estoy dispuesto a llegar, porque no estoy dispuesto a dejar que te vuelvan loco, porque nos están descolocando de una manera terrible, que si la AI, que si el ChatGPT; ya nada puede ser verdad, ya todo puede ser mentira, todo es relativo, todo es manipulable, todo se puede fingir...; yo estoy pasmado, ya no me atrevo a opinar de casi nada.
–¿Le sigue gustando encontrarse con sirenas y poder pintarlas y hablar con ellas?
–Sigo fantaseando con ellas, sí. Forman parte de ese pensamiento en el que nos refugiamos. Y, al igual que nunca me he olvidado de ese modelo de perdedor que encarnaba Humphrey Bogart en las películas de las que me alimentaba en la adolescencia, me pasa lo mismo con las sirenas, y no sólo con las mitológicas. Me refiero a ese tipo de mujeres que inundaban los bares cuando nosotros empezábamos a frecuentarlos, mujeres que tenían casi una imagen de diosas.
–¿Es usted más de ciudad o de campo?
–Soy un pintor más de piso y de ciudad.
–Pero abrió un paréntesis y se fue a vivir una temporada larga al Campo de Cartagena. Y de esa experiencia surgió 'Un exilio mediopensionista'.
–Todo empezó con la primera guerra del Golfo. La noche en la que se bombardeó Bagdad yo estaba en un bar de Madrid escuchando con los camareros por la radio lo que estaba ocurriendo, sin saber que en ese momento estaba cambiando mi vida. Seis meses después de ese bombardeo se paralizó la economía, y la gente que me debía dinero dejó de pagarme. Los encargos dejaron de llegar, los trabajos artísticos empezaron a pagarse a dos duros, todo el mundo que conocíamos se derrumbaba...; me encontré de pronto con unas deudas estupendas [sonríe], debiéndole dinero hasta al del bar de abajo, y tuve que renegociarlo todo y salir huyendo de Madrid; como Descartes huyó en su día de París, pues yo lo mismo de Madrid. Y, después de buscar varios sitios, terminé viniéndome al Campo de Cartagena, que yo insisto mucho en que no es Murcia, porque el Campo de Cartagena es un universo en sí mismo, un mundo que hay que conocer. Allí estuve viviendo cuatro años.
–¿Qué sabía de ese lugar antes de instalarse en él?
–Nada, cero. Conseguimos una casa en territorio de Avileses, y se produjo un cambio brutal en mi vida, porque nunca había vivido en el campo, tan alejado de tantas cosas, y fue todo un aprendizaje empezar de pronto a valorar unas cosas que ni siquiera se te habían pasado por la cabeza. Yo he quedado marcado por ese tiempo, por este paisaje que recuerda a Galilea, un paisaje muy especial que enseguida empecé a pintar, que me recordaba al que aparecía en los libros de Historia Sagrada en mi infancia. Era un mundo que, salvo pequeños detalles, te podía trasladar a hace 4.000 o 5.000 años; luego llegó Polaris World y con él otro mundo. Estamos hablando del año 94, del 95... Aquello era una locura, en cualquier casa de campo te hacían un arroz del que ya no te olvidabas, aunque muchas veces no entendías nada de lo que te estaban diciendo. Era un mundo muy sorprendente y muy gratificante.
–¿Y la gente con la que trató?
–¡La gente era lo más espectacular de todo! Me encontré con gente muy primitiva, pero no en el sentido de brutos, sino en el de tener unos valores y unos pensamientos sobre la vida que para mí resultaban lejanísimos. Tenían una mezcla de naturalidad y de alegría que me encantaba, a lo que se unía también que era gente desconfiada a la que te tenías que ganar. La vida allí era dura: los trabajos al aire libre, sin teléfonos cuando yo llegué.
–¿Usted consiguió tenerlo?
–Telefónica nos puso uno de esos con antena, y venían de todas las casas cercanas a utilizarlo cuando tenían un problema. Recuerdo que muchos, cuando los niños se ponían malos, en lugar de llamar a un médico llamaban a un curandero. Creían en el mal de ojo, por ejemplo, todo tenía algo como de realismo mágico.
«El Campo de Cartagena no es Murcia, es un universo en sí mismo, un mundo que hay que conocer»
–¿Y su día a día?
–Yo pintaba en una nave de almendras de 500 metros cuadrados, y a mediodía me iba a tomar el aperitivo junto al Mar Menor. Vivíamos en una casa con una chimenea de esas altas, salíamos a buscar leña, nos encantaba pasear con los perros por esos paisajes, ¡jugábamos un poco a ser terratenientes ingleses! [Risas] Y, de repente, llegaba alguien con unos percebes que no sabíamos de dónde los había sacado, o alguien que venía a enseñarnos como hacer alcachofas en la chimenea de diez formas diferentes...; sentíamos que nos estaban enseñando cosas y que, a la vez, nos estaban cuidando. En el Campo de Cartagena, uno de los pilares es la comida y la bebida. Recuerdo también que venían a verme pintar, se sentaban y observaban, y como yo tengo un punto exhibicionista, pues tan feliz [ríe].
–¿Cambió su forma de pintar?
–Empecé a hacer paisajes que no había hecho nunca, muy interesado en cómo incide la luz en ellos, una luz muy especial. Pintaba no sólo lo que venía, sino lo que sentía. Fui muy feliz allí, y cuando dejé el Campo de Cartagena dije: 'Acabamos de pasar aquí la época más feliz de nuestra vida'.
–¿En qué cambió su vida cuando se marchó?
–Nunca he vuelto a vivir con ese sentido tan relajado del tiempo. Volví a vivir con urgencias. Además, era muy barato vivir allí. Veníamos de una crisis muy dura y al principio nos costó. A veces íbamos a cocinar macarrones y había que ir a Torre Pacheco a robar el tomate frito. Y en época de sequía, el suministro era con una cuba de agua. Los niños y los perros sufrían porque había polvo en suspensión...; había también un punto muy marciano. Echo de menos la tranquilidad, es que ahora, a estas alturas, cuando pensaba que iba a tener más calma, estamos perdiendo el culo todo el día; he tenido calma en otros momentos de mi vida, pero ahora no.
Bañarse con tormenta
–¿Y el Mar Menor?
–Además de ir a tomar el aperitivo todos los días, también me bañaba. Entonces, se nos ocurrió hacer el Club de Bañistas de Invierno del Mar Menor, y decidimos darle un millón de pesetas a quien se bañase más días durante todo el año. ¡Se publicó y todo en el periódico!, así es que me vi obligado, porque a ver de dónde íbamos a sacar el millón de pesetas, y para evitar ser denunciados, a bañarme todo el año para que no pudiese ganar nadie. Me bañé con frío, con tormenta, con todo...
–¿Qué era una gozada?
–Los langostinos del Mar Menor. Valían una pasta, pero el poco dinero que había era para ellos. También nos gustaban los lenguaditos, que no los quería nadie, que se alimentan de marisco también en el Mar Menor.
–Le encanta contar historias.
–Sí, y como me remonto tanto en el tiempo, un día mi hijo pequeño me preguntó si había conocido a Napoleón.
–¿Qué cree?
–Que es mejor equivocarse que no intentarlo. Recuerdo que una vez le dije que en la pandemia tuve tiempo para pensar por primera vez en mi vida y descubrí que era gilipollas; lo puso en un titular y me llamó mi padre para decirme, cosa que le agradecí: 'Hijo mío, el que a tu edad no ha descubierto que es gilipollas, es que lo es de verdad'. Pues bien, incluso siendo gilipollas vamos a reivindicarnos a nosotros mismos y a no sufrir gratuitamente. Las pocas o muchas cosas que hagamos bien hay que reivindicarlas sin vergüenza. A veces tenemos tantas dudas que es mejor equivocarse por arriba que por abajo.
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