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ILUSTRACIÓN: JOSÉ MERLOS
EL HORROR

EL HORROR

Rendibú | Relatos ·

GONZALO CALCEDO JUANES

Sábado, 14 de noviembre 2020, 01:34

Llegué de los últimos. Dejé mi bicicleta recostada contra el murete, sobre la quincalla de los demás, y entré. Las pisadas habían abierto un sendero de maleza aplastada en el jardín de los Stavros. La propiedad llevaba años abandonada y en verano nos servía de cuartel general. Desde el porche, Tomás Mink contaba cabezas con el mentón, como un general.

-Tú ponte aquí -interrumpió la cuenta para señalarme, escupió lejos y empezó de nuevo.

Vi de reojo a Tobías Miele y a Marcos Pastrana, el primero de puntillas. También a los gemelos Darco, que seguían vistiendo igual por imperativo de su madre. Leo y el Rubio estaban a mi derecha, rezagados; el Rubio mascando un cigarrillo apagado con el que trataba de aparentar más edad, Leo con las manos despreocupadamente hundidas en los bolsillos. La voz de Tomás Mink rasgaba el aire de julio, una mañana cristalina en la que todos habíamos mentido inventándonos excusas para salir de casa temprano. La mía, entrenar en bicicleta para las carreras de agosto. Mi Piccolo italiana era de las mejores -un regalo por acabar con notable el curso- y estaba todavía pendiente de ajustes. Mientras Tomás Mink echaba sus cuentas me recreé en sus cambios, los piñones dientes de escualo, cada plato una alhaja. Platino puro. Tenté combinaciones de marchas imposibles y me imaginé descendiendo en solitario hacia el valle atravesando haces de luz. Entonces llegó resoplando el gordo Simo y Tomás Mink chasqueó la lengua con disgusto.

-Dijimos a las ocho en punto. Mi hermanita y yo no tenemos toda la mañana.

¿Falta alguien más? Última vez que cuento.

Formábamos un asombrado semicírculo. El todopoderoso dedo de Tomás Mink apuntaba reiteradamente a nuestras cabezas.

-Te has equivocado -dijo Marcos Pastrana, que era muy bueno en matemáticas, y Tomás Mink bajó un escalón para encararse con él. Era el más alto de todos, un repetidor que nos sacaba dos años.

-Repítelo.

-No he dicho nada malo.

-A lo mejor te vas a casa sin ver nada. ¿Has traído el dinero? ¿Habéis traído todos el dinero? -subió de nuevo al escalón para hacerse oír-. Se lo tenéis que dar a ella uno a uno. Lo metéis en la caja y ya está.

Llegaron Pietro Anderson y sus dos hermanos y Tomás Mink escupió iracundo; el pequeño de los Anderson tenía siete años. Con siete años no se podía asistir al espectáculo.

-Pensé que las normas habían quedado claras.

Se elevó un coro de quejas. Encantado de dirigir la orquesta, Tomás Mink hizo un gesto apaciguador con las manos. En los negocios salía a su padre, un promotor embargado que cambiaba de coche como de chaqueta y cuya segunda mujer -la egocéntrica madrastra de los hermanos Mink- gastaba fortunas en el bingo de los viernes. Mis padres, pensé, apenas salían de casa. Sus vidas se me antojaban opacas, sin nervio.

-¿Falta alguien? -insistió Tomás Mink. Quería más gente, más dinero.

-¿Dónde está ella? -se impacientó alguien, no supimos bien quién.

-Está dentro. Preparándose.

-¿Poniéndose guapa? -aventuró el Rubio; el cigarrillo subía y baja cada vez que decía algo.

-Poneros en fila -ordenó Tomás Mink-. Y que nadie chille.

Hubo empujones y zancadillas por plantarse el primero. Al final el gordo Simo impuso la rotundidad de su mole y nadie pudo adelantarle. Yo me rezagué adrede, custodiando al pequeño de los Anderson. Era un crío menudo que tenía la mano pringosa.

-¿Qué pasa? -me preguntó-. ¿Va a salir ya?

Me llevé un dedo a los labios para indicarle que mantuviese la boca cerrada. La atmósfera del jardín de los Stavros se llenaba de vapores telúricos. Había llovido los días anteriores y la humedad del suelo emergía pantanosa. Apenas quedaba grava al pie del porche, donde las colillas mal fumadas formaban un nido. Se escuchó un 'Oh' casi armonioso y deduje que la hermana de Tomás Mink había hecho su aparición.

-¿Me aúpas? -me preguntó el pequeño de los Anderson-. No veo nada.

-Tú no puedes mirar -lo sujeté con fuerza, y se escurrió de mis manos justo cuando llegaba desapercibido el último de los convidados, el timorato Elías Nabel. Debía llevar un cuarto de hora apostado fuera, reuniendo el valor necesario para adentrarse en aquella selva y hacer lo que todos íbamos a hacer, mirar.

Yo no podía ver lo que sucedía en el porche, pero tintinearon las primeras monedas y me puse nervioso. La fila se mantenía a duras penas, se descomponía para disgusto de Tomás Mink, que veía peligrar su negocio si alguien miraba gratis. Alguien lanzó un grito como de horror. Vi salir corriendo al pobre Leo, que era de buena familia y repetía:

-Qué asco... qué asco...

Dos más terminaron de mirar enseguida. El día se había nublado teatralmente, dejando el abarrotado porche en penumbra. El gordo Simo se puso detrás de mí y empezó a empujarme con sus carnes.

-¿Qué haces?

-Tengo dinero. Voy a mirar dos veces.

-¿Qué tal? -traté de aparentar tranquilidad.

Se encogió de hombros. Era un pánfilo poco expresivo y este curso había suspendido tres. Mientras yo aguardaba contó las monedas que le quedaban en la palma de la mano; después sacó complaciente un billete y lo sopló. Yo rebusqué en mi bolsillo. Alguien toqueteaba los timbres de las bicicletas y temí que tirasen al suelo mi Piccolo, así que le dije al gordo Simo que por favor me guardara el turno en la cola.

-Si te vas tendrás que ponerte el último -dijo ufano.

Salí a la acera, más una huida que otra cosa. No pasaban coches. El cielo amarilleaba hacia el este, como podrido. Por encima de nuestras cabezas las nubes tenían la panza negra y cargada. Cuestión de tiempo que empezase a llover. El pequeño de los Anderson me preguntó si podía darse una vuelta en mi bicicleta y le espeté:

-¡Largo de aquí!

A él sí pude gritarle. Saqué un pañuelo para limpiar los cromados. Tobías Miele, que era mi amigo, empujaba su bicicleta en retirada.

-¿Nos vamos? Yo ya he mirado bastante.

Daba por sentado que yo también había mirado y tuve la oportunidad de irme; me sonrojé. No había mirado, claro, y él se dio cuenta enseguida.

-Vuelvo ahora mismo -le dije-. Vigílala.

-¿Puedo darme una vuelta a cambio?

-Claro -consentí a regañadientes-. Pero ese enano que ni la toque.

Pisé otra vez aquel jardín. Ya no quedaba nadie. Tomás Mink había abierto la caja y contaba monedas en voz alta, equivocándose a cada poco. Su hermana permanecía al fondo, sentada en un butacón destripado del que asomaban trozos de espuma verde. El billete que él hizo aletear como una polilla cogida por las alas era el del gordo Simo. El único billete.

-Ese gordo se ha puesto morado, hermanita -le oí decir. Reparó en mí-. ¿Qué haces ahí parado? El espectáculo se ha terminado.

Quise decir algo, pero no atinaba. Tomás Mink me miró insolente.

-Si quieres ver algo fuera de hora te costará el doble. No, el triple.

Me preguntó cuánto dinero traía y extendí la palma de la mano. Contó las monedas mentalmente.

-Lo justo para un vistazo rápido -me tendió la caja y la agitó-. Échalas ahí -giró la cabeza hacia la oscuridad del porche-. El último mendrugo, hermanita.

Me acerqué con la mirada gacha. Podía ver mis deportivas posadas en la tierra suelta, la gravilla dispersa y las malas hierbas pisoteadas rezumando savia; el charol de un escarabajo triturado brillaba como una gema. Uno de los escalones del porche era un basto tablón de andamio. Mi mirada ascendió por los siguientes uno a uno, hasta tropezarse con los pies descalzos de la hermana de Tomás Mink. Empezó a dolerme el cuello.

-¿A qué esperas? -dijo él-. No tenemos toda la mañana.

Vi sus tobillos, sus roñosas rodillas y sus muslos cortados por el dobladillo del vestido, un vestido fucsia de verano bastante arrugado. Alcé la mirada sincopadamente. La hermana de Tomás Mink no era retrasada, como contaban por ahí, ni una mujer hecha y derecha. Tenía un rostro descontento y bastante infantil. Se sonrió al verme. Parecía disfrutar de mi miedo.

-¿Estás listo, guapo?

Asentí. Ella se pellizcó la falda del vestido y sin mediar palabra tiró del tejido hacia arriba y sus ingles acapararon la luz de la mañana. Yo traté de clavar mis ojos en aquellas braguitas negras y tensas, pero la piel quemada, arrugada, un mapamundi espantoso que recorría la cara interna de sus muslos, me dejó noqueado. Sentí su respiración.

-¿Te duele? -tardé en preguntar. Quería saberlo, lo necesitaba.

-Ya has mirado bastante -me zarandeó Tomás Mink-. Fuera de aquí.

Al volverme sentí la apagada mirada de la chica. Su hermano se había sentado y contaba el dinero sobre la mesa baja. Ella se alisaba el vestido, sonriéndome a distancia. Luego desapareció en la oscuridad de la casa, como si los espectros de los Stravos tiraran de ella. Las cejas del contable Tomás Mink se dispararon en forma de pico.

-¿A qué esperas para irte?

En la acera quedaba únicamente la bicicleta de Tobías Miele. Su dueño regresó al rato pedaleando con satisfacción en mi Piccolo.

-No es tan rápida como creía -afirmó apeándose.

Intercambiamos las bicicletas y no pusimos a pedalear por la vacía carretera uno al lado del otro. El aire fresco me enfriaba el sudor de la espalda. No hablábamos.

-Dicen que su primera madre, la que se volvió tarumba, le tiró por las piernas una sartén con aceite hirviendo -Tobías Miele boqueó al fin en un repecho y echó un pie a tierra-. Estaba sentada en la silla y pasó eso. Bueno, es lo que dicen.

-¿Aceite hirviendo?

-Algo así. Se lo tiró por encima porque no se callaba.

Me dije que era una chica preciosa y me rebelé contra aquella desgracia, contra la piel quemada, costrosa, pedaleando como un poseso.

-¡Eh, no corras!

Quería dejar atrás a Tobías Miele. Quería vengarme por su comentario y él, recogido el guante de mi desafío, pedaleaba para alcanzarme, nuestras respiraciones hermanadas por el esfuerzo, nuestros brazos doblados y tensos, las piernas como bielas. El aire nos despeinaba y el verano en que descubrimos el horror abría sus fauces para devorarnos dulcemente.

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