Guardar las distancias
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Cuando comencé a dar clase en la Universidad como becaria de investigación, sentía que me dirigía a una audiencia especialmente cercana, con la que compartíacontexto ... cultural y social, intereses, valores y humor. Claro, era 2008 y la mayor parte de mis alumnos eran 'millennials', como yo. Sin embargo, desde hace un par de años he empezado a ver cómo ese sentimiento de unidad, de colectividad, propio de una generación, empezaba a resquebrajarse. No me refiero exclusivamente a un cambio en los referentes, las sensibilidades, la estética o la jerga, que sería algo natural y comprensible, sino que aprecio un distanciamiento más severo. Hoy hago oficial esa fractura. Esta mañana, al recomendarle a un alumno –uno especialmente despierto– un libro, me ha preguntado cómo lo podría 'alquilar' o conseguir gratis. Y esta anécdota ha sido suficiente. Ras. Puede parecer poca cosa, pero el sumatorio es inasumible. La extrañeza ha superado a la complicidad y la cercanía. Siento que, lámina a lámina, se ha ido construyendo una tarima que lejos de resaltar mi autoridad, me separa de mis alumnos.
No hay drama. Yo no creo que cualquier tiempo pasado sea mejor, ni que nuestros puntos de vista sean irreconciliables. En el fondo lo único que hago es asumir mi edad y posición. Me seguiré esforzando por entender y por hacerme entender del mismo modo que insisto en escuchar nuevos géneros musicales desde que a los 33 años me enteré que precisamente a esa edad dejamos de escuchar música nueva.
Analizaré con interés la deriva de la estética del 'liquid metal' o cómo evoluciona el tatuaje 'blackout' o el 'handpoke'. Lo haré como observadora–sin guardar las distancias–, no como partícipe. Aún así, estoy segura de que el desgarro no es absoluto. De hecho, creo que en el 'handpoke' subyacen muchos de mis intereses personales; jamás me haría un tatuaje improvisado y 'churripuerco', pero en él hallo un aprecio por el trabajo manual, la cercanía, lo anecdótico o la rebelión que me atrae. Es una vuelta al tacto, al pasado, a la desnudez; una defensa de lo atávico y lo ritual: las arquitecturas del tiempo.
A los 'millennials' nos define la frustración; la generación 'Z' se caracteriza por la irreverencia. La precariedad es compartida, como también lo es el desapego. Byung Chul Han afirma en 'No-cosas. Quiebras del mundo de hoy' que ya no queremos tener vínculos con las cosas ni con las personas. Queremos vivir experiencias, no poseer. Hace tiempo, Mari Ángeles Sánchez Rigal, directora de la galería Artnueve, me contó cómo había cambiado el coleccionismo en apenas unos años. Antes era habitual que un joven que se enamoraba de una obra la fuera pagando durante meses en pequeños plazos hasta poder llevársela. Ahora eso es impensable. Como mucho le hacemos una foto a la pieza y la guardamos en el carrete del iPhone. Ya es nuestra. Han diría que el mundo se está desmaterializando, que los datos sustituyen a los recuerdos físicos. Pero, ¿hay alternativa?, ¿qué otra cosa se podría hacer?
En este sentido, llevamos tanto tiempo escuchando que lo importante no es material, que el minimalismo vital es sinónimo de salud mental, que acaparar es un lastre y que todos debemos poner una Marie Kondo en nuestras vidas, que se nos ha olvidado que aprender a desprenderse está bien, pero aprender a conservar, también. Para Walter Benjamin, la posesión es «la relación más profunda que se puede tener con las cosas». En Han leemos que «solo una relación intensa con las cosas las convierte en una posesión», que se caracteriza por la intimidad y la interioridad; por el tacto físico. La pulsión de posesión, en muchos casos, acaba en colección. No necesariamente de arte, sino de objetos. De testamentos ológrafos en mi caso –las colecciones son «materializaciones de valores» para Krzysztof Pomian–. Uno de los más antiguos que atesoro, de principios del XVIII, dedica más de 40 páginas a enumerar minuciosa y casi obsesivamente todos y cada uno de los objetos del testador, desde una camisa de algodón a una cuchara de plata. El mes pasado Pablo Sandoval inauguró AP1, el nuevo espacio de proyectos experimentales de la galería Artnueve, con una delicada e inteligente muestra titulada 'Etcétera'. Allí se expuso 'Sistema de los elementos', una de las obras más honestas que he visto en los últimos tiempos. Se trata de un inventario por categorías de todos los objetos de su hogar. Un testamento otorgado en beneficio propio, una toma de consciencia; su autorretrato.
En la obra de Han –más poética que filosófica– hay una última verdad, y es que el arte actual «se carga de 'información' y 'discurso'. Quiere 'instruir' en vez de 'seducir'». Porque en el arte es esencial la seducción, el misterio, lo que se oculta. Y en contra de lo que pudiera parecer, esta pieza de Sandoval no 'degenera en información', sino que desde su sencillez expansiva nos recuerda quiénes somos, cual es nuestro lugar; dónde está la belleza.
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