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ARÍSTIDES MÍNGUEZ BAÑOS
Sábado, 24 de agosto 2019, 02:03
Avete, lectores. Disculpadme que no me levante para daros la bienvenida a mi Antro del Druida, conocido en Hispania entera. Estoy más que baldado. El veterinario me ha mandado reposo.
Mi nombre es Oinófilos, borracho de vocación y tabernero por obligación. Me parieron en Creta, cuna de Zeus, pero los hados me trajeron a Carthago Nova. Me había prometido honrar a Dionisos catando todos los vinos que la raza mortal elabora. En tal peregrinación llegué a estas costas. Las Moiras quisieron que conociera a la que pensaba que era mi media naranja y resultó mi limón entero: Lactuca, la lechuguera más dicharachera y de peores redaños del imperio.
Atraído por la fama del manantial de vuestras termas, decidimos montar un ventorrillo con el que saciar el hambre y la sed de los que acudieran a tomar los baños. Este villorrio, a la vera de la Vía Augusta, llama a gentes no solo de Carthago Nova, sino también de Eliocroca, Deitana y las comarcas mineras.
Hace ya más de dos lustros levantamos el Antro del Druida, pero nunca había sentido la necesidad de entrar a los baños. Mi lema es 'aqua tantum ad ranas abluendas' (el agua solo para bañar las ranas). En cuanto veo más agua junta de la que cabe en un caldero, me entran escalofríos.
En esas me mantuve hasta hace una nundina. Aquella mañana amaneció radiante, a pesar de que había nieve en la sierra. A primera hora mi amigo Ferdinandus Barbatus había llegado con un cargamento de vino desde su Hecula, que hacía relinchar de gusto hasta al mismo Baco. Mis compadres Paccus Nemus, Paccus Cerasus, Alphunsus Ceronensis y Prudens Deitanensis me ayudaron a descargar, mientras Pectus Plumbeum y Guillermus atendían las mesas. Tras trasegar media docena de jarras y una sartenada de migas con tropezones, se nos unió Iohannes Gaditanus, un filósofo ambulante, que había recalado en estos lares, para desasnar a los hijos de los lugareños.
Gaditanus nos dijo que iba a las termas, más que para tomar las aguas salutíferas, para relajarse y tonificar los músculos. Yo andaba un tanto baldado por dolores en la espalda. Ceronensis me convenció de que también debía entrar a las aguas medicinales: venían muy bien no solo para las afecciones de la piel, sino también para los dolores de huesos y músculos. Cerasus lo corroboró sirviéndome otro mortero de vino.
Mi parienta se había largado a celebrar no sé qué ritos mistéricos en honor de Mater Matuta. Nadie me ladraría si abandonaba el mostrador y me solazaba con los amigotes. Ferdinandus Barbatus atendería la barra. Era abstemio: no vaciaría las ánforas. Pectus Plumbeum y Guillermus servirían las mesas con la honradez esperada de dos truhanes como ellos.
Penetramos por el portón más cercano a mi taberna. Ceronensis me informaba de que había un sector masculino, por el que entrábamos, y otro femenino. La primera sala era el apodyterium, en el que debíamos desvestirnos, dejar nuestras prendas en unas lejas y ponernos unas sandalias de madera para soportar el calor de los suelos, que estaban caldeados por los hornos del caldarium.
Salimos a la palaestra. Dos docenas de tiparracos, todos en porreticas, hacían ejercicios atléticos. Entre los gimnastas estaba Paulus Costa, un adicto a la vida sana. Me eché a sudar ante la idea de que me pusiera a hacer abominables. Hice mutis por el foro y seguí a Cerasus hacia el tepidarium o sala templada.
Una bocanada de vapor nos cegó. Ya sea por esto o porque mi colega quiso hacerme una jugarreta, nos equivocamos de sala. Entramos en los baños femeninos. Cuando se disipó el vapor, ante nosotros se materializaron una decena de mujeres desnudas. Entre ellas, dioses del Averno, mi mujer y mi suegra.
Pareció la fin del mundo: graznaban enfurecidas, me arrojaron taburetes, ungüentarios. Mi suegra arrancó una viga del techo y empezó a golpearme con ella hasta dejarme como me veis.
Dice el veterinario que milagrosamente no me rompieron nada, aparte de tres muelas, repuestas de inmediato con estas de burro que tan bien me quedan.
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