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Diario de escritura (XIII)
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Aunque sigues de baja, te acercas a la universidad. Tutorías sobre tesis que acaban y tesis por venir. Después, elección de horarios. Te queda relativamente bien el cuatrimestre. No puedes evitar ya comenzar a pensar en el curso próximo y establecer rutinas para todo el año. Días de trabajo en la universidad, días de trabajo en casa, investigación, docencia, lectura, escritura... Sabes que todo se desmoronará en cuanto empieces y que no cumplirás nada de lo propuesto. Pero aun así lo necesitas. Listas de tareas y horarios pautados. Puntos de apoyo a los que regresar cuando todo se descontrole.
Te acercas a Diego Marín y compras varias novelas de ciencia ficción. Nada más llegar, comienzas a leer 'El velo del sol', de Johanna Sinsalo. Lo venden como un cruce entre Margaret Atwood y Kurt Vonnegut. Un futuro distópico, un Estado totalitario, una sociedad en la que ciertas mujeres solo son objetos sexuales. Tomas rápidamente la idea. Pero lo aguantas menos de una hora. Te interesa el planteamiento, pero todo lo demás se cae. No es Atwood, ni mucho menos. A veces compras libros solo para hojearlos. Más te valdría sacarlos de la biblioteca.
Por la noche, te encierras en el despacho. No cesan de llegar ideas. El argumento de la novela va evolucionando, cambiando conforme escribes. Escribir es una forma de pensamiento. Y también lo es soñar. Porque por la noche sigues escribiendo. Cuando cierras los ojos, la historia se recompone. En segundo plano. Como si echara raíces. Pequeñas e invisibles, pero fuertes y duraderas.
Despiertas y parece que han transcurrido varias semanas. Dos sueños se han cruzado. Por un lado, la novela que quiere llegar. Y, por otro, la que poco a poco también pide marcharse. El hermano mayor de tu amigo aparece en tu sueño y es amable contigo. Camináis por los carriles de la huerta y habláis de algo que no recuerdas. Solo sabes que es agradable. Al final del paseo, cuando ya creías que no te iba a preguntar nada, te dice que sabe que has escrito una novela sobre sus hermanos. Tú le intentas explicar que has sido respetuoso y honesto. Y que necesitabas esta conversación. Él se queda en silencio y, durante un momento, parece dudar. Pero, tras la incertidumbre, acaba diciéndote: no la leeré, pero no te preocupes; tenías que escribirlo, también es tu historia.
Abres los ojos con una sensación extraña. Una cierta liberación. Piensas que, de algún modo, esa historia comienza a decir adiós. Se está haciendo a un lado para dejar lugar a la otra. Esa misma novela que, al despertar, también ha cambiado. Al menos en su concepción. Como si se hubiera macerado por la noche. Hay un proceso de transformación. Es otra novela. Y funciona mejor. Se parece más a las cosas que sabes hacer. Es ciencia ficción, pero poco a poco la estás llevando a tu terreno. Aunque aún siga siendo un territorio ajeno.
Por la tarde lees 'El cuento de la criada'. Te encandila la prosa de Atwood. Ese tono es el que quisieras conseguir para uno de los fragmentos de tu novela. Una especie de diario en el que un personaje, antes de perder la memoria, relata cómo su mundo se ha venido abajo.
Visitáis un piso que os gusta. Las vistas, el barrio, el estado del piso. Salís de la visita emocionados. Después, al llegar a casa, de nuevo, la realidad: no es mejor que el actual. En el fondo, lo confiesas, temes cambiar. Tienes miedo a que las cosas puedan salir mal. Eres propenso a los cambios. Y, sin embargo, el vértigo a veces se apropia de ti.
Escribes el diario de la semana. Hoy no encuentras el tono y se te hace cuesta arriba. Hay días más difíciles que otros. Días en los que la concentración no llega y sudas para encontrar las palabras precisas.
Es lo que ocurre por la noche, cuando las palabras te abandonan y lo imposible regresa una vez más.
Hoy todo sucede a cámara lenta. El instante de peligro. Intentas meditar, pero sigues embotado, como si en la cabeza no cupiesen más pensamientos, más estímulos del mundo. 'Transformación', escribes en tu cuaderno privado. Y tomas las decisión de comenzar a callar, a dejar de mirar hacia afuera y buscar la calma en el interior. Planificas abandonar unos meses las redes sociales. No es fácil, lo sabes. Pero se llevan demasiada energía por delante. Demasiado ruido innecesario. Un rumor que ya no te deja pensar.
Lees casi del tirón 'Riesgos de los viajes en el tiempo', la última novela de Joyce Carol Oates. Tampoco es Atwood -cuyos párrafos estudias con detenimiento, disfrutando su prosa y su indagación en el interior-, pero la historia es potente y algunas reflexiones te hacen vibrar. De nuevo, un futuro distópico y un Estado totalitario y represivo. Y una condena al exilio en el pasado. Al final, lo que comienza como una novela futurista se transforma en una exploración nostálgica de Estados Unidos a finales de los cincuenta. Te recuerda a '22/16/63', la novela de Stephen King. La añoranza de un tiempo que se perdió para siempre.
Es curioso, piensas, todas estas distopías de futuros terribles que se asemejan a pasados aún más terribles suelen solucionarse con un regreso a instantes del pasado cercanos a momentos de revolución o conquista. En 'Riesgos de los viajes en el tiempo', son las protestas ante la guerra del Vietnam y la militarización de la sociedad. Parece que la esperanza de un mundo mejor se encuentra en una vuelta hacia atrás para enderezar los caminos torcidos de la historia. Ahí, por supuesto, está Walter Benjamin: la fuerza de la transformación en los sueños no cumplidos, en las posibilidades nunca exploradas, en los fracasos del pasado. Fracasar de nuevo para fracasar mejor.
Maratón de cine en casa de Antonio. Recordáis viejos tiempos. Momentos de felicidad de un pasado que también se perdió para siempre. Quedáis pocos: Raquel, Ramón, Ana, los dos Antonios y tú. Compráis comida y bebida para siete familias. Comenzáis a las doce del mediodía y acabáis a las dos de la madrugada. Después de la seria, la cutre, la de acción, la comedia romántica y la de terror, la típica de Ozores no puede faltar. 'Hacienda somos casi todos', filmada en Murcia. Tampoco faltan los comentarios soeces y las risas continuas. Ni los huesitos y las panteras rosas. Es un regreso a la infancia. Un estado de excepción. Una vez al año no hace daño.
Con la resaca visual del maratón, acabas de ver 'Dolor y gloria'. Comenzaste el lunes pasado y te pareció tan extraña y artificial que tuviste que dejarla. Sin embargo, por alguna razón, la retomas y comienza a encandilarte. No es una película perfecta, ni mucho menos. Al principio, le cuesta coger el tono y moverse hacia algún lado, pero hay un momento en que remonta y se sitúa entre las mejores cosas que ha hecho Almodóvar. Se transforma en una reflexión inteligente sobre la biografía, lo que se puede contar y lo que no, la culpa, la herencia del pasado y el propio cine. Autoficción fílmica. Terminas emocionado y ese estado ya no se te va en todo el día. De nuevo, regresa la cámara lenta y la sensación de que el aire pesa. La necesidad del silencio y la concentración. El tiempo para pensar y escribir. El tiempo por venir.
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