Diario de escritura (LXXXV)
TIEMPO POR VENIR ·
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TIEMPO POR VENIR ·
Preparador físico por la mañana. No logras adelgazar, pero sientes los bíceps más fuertes. Siempre has sido un blando. En todos los sentidos.
La tarde ... entera la pasas dentro de la novela. Estás atrancado con la última parte. Al llegar ahí ves que no funciona. Le das vueltas una y otra vez. Llenas folios y folios con esquemas y líneas argumentales. No puedes seguir escribiendo hasta que todo se ordene. Sabes que hay algo que no funciona, pero aún no lo encuentras.
Te vuelves a meter en el despacho después de cenar y se te hace medianoche. Eres consciente de que no lo vas a solucionar ahora, pero es la única de hacerlo, meterse dentro, obsesionarse.
Antes de acostarte aparece una idea que puede ser una solución. Siempre llegan al final, cuando menos te lo esperas. Ojalá pudiera frenarse el mundo ahora para poder explorarla.
Se te ha metido la novela en el sueño y es lo primero que haces al levantarte. Escribir. Crees que has encontrado la solución al final de la novela.
Vuelves a clase. 'Últimas tendencias del arte'. Es una asignatura que te gusta especialmente. No la impartes desde 2013 y por fin este año regresas. En el fondo, una de las razones por las que te has alejado del arte contemporáneo es porque no la has dado estos años. Piensas aprovechar este curso para refrescar y actualizar cosas. La docencia es la mejor manera de aprender.
Luego, la llamada. Alguien cuyo trabajo admiras. Te emociona y te pone nervioso. La oportunidad importante. Te apetece mucho la propuesta. No la puedes revelar aún. Después, cuando lo piensas, te das cuenta de que ha sucedido exactamente en el mismo lugar en el que recibiste una de las llamadas más importante de tu carrera, la de Jorge Herralde. Allí, en la escalera de la segunda planta del aulario, te dijo que había leído 'Intento de escapada' –entonces aún no se llamaba así– y quería publicarla. De algún modo, tu vida cambió. Le tienes un cariño especial a ese rincón de la escalera.
La mañana es buena. Te dicen que se reedita el libro de la siesta. Y ves en la librería –aún no lo has tenido en tus manos–, la nueva edición de 'La so(m)bra de lo real'.
Por la tarde intentas escribir, pero no puedes. No dejas de escuchar podcast y tomar ideas.
Lees un ensayo sobre 'Intento de escapada' en inglés. Es curioso, dice exactamente lo que piensas sobre la novela, pero con lenguaje teórico. Se parece mucho a lo que tú hubieras escrito desde fuera.
Duermes inquieto y feliz.
Temprano, escribes. Antes de ir a clase. Parece que se va solucionando esa parte del final.
En clase hablas sobre el cambio de centro del arte contemporáneo después de la II Guerra Mundial. De París a Nueva York. Te sorprendes hilándolo todo con distancia. Diste esta asignatura hace tiempo. Ahora eres como el profesor veterano, que lo ha asimilado todo y lo explica como si fuera una vieja historia vivida, como si hubiera discutido con Greenberg y tomado un whisky con Pollock.
Luego, quedas con Leo para charlar sobre varios proyectos. Coméis en La Cueva de Cerveza. Están las terrazas abiertas. Parece un día de fiesta. Os encontráis amigos por la calle. Habéis salido del encierro.
Al llegar a casa, Raquel se ha torcido el pie. Un esguince. Los dos cojos.
Te levantas con resaca y no vas al preparador. Has leído que es malo para los músculos. Excusa perfecta.
Aprovechas la mañana redactando el proyecto y enviando mails.
La siesta es reparadora. Sales de ella como si fueras otra persona.
Las noticias: protestas por el encarcelamiento de Pablo Hasél; el robot explorador Perservance llega a Marte. El pasado y el futuro, entrelazados. Por un lado, la violencia, la represión, el sinsentido, los límites de la libertad de expresión. Es necesario cambiar ciertas leyes. Nadie debería ir a la cárcel por hablar o por cantar. Por muy mal que cante. Por disparatado que sea lo que diga.
Lo inconcebible es la violencia en la calle. No la protesta sensata y legítima. Sino los asaltos, las quemas... la purga. Desde luego, es síntoma de algo mayor, de una insatisfacción primordial que tiene difícil solución.
Luego está el supuesto futuro. La necesidad de escapar a otros planetas. Explorar y salir. Mirar fuera en lugar de mirar cerca. Dejar los problemas atrás. Darlo todo por perdido.
Toda el día sentado frente al ordenador en reuniones de Zoom. Primero, tribunal de TFG. Después, una hora entera intentando firmar el acta del tribunal con el fluyo de firmas digital. Luego, consejo de departamento. También una hora para algo que puede explicarse en cinco minutos. Las reuniones virtuales tienen ese peligro; pueden hacerse infinitas.
Veis 'Antes que el diablo sepa que has muerto', la última película que dirigió Sidney Lumet. Te recuerda a 'Un plan sencillo'. Esa idea de que algo aparentemente fácil se complica y lo pone todo patas arribas. La actuación de Philip Seymour Hoffman te toca de una manera especial. Pocos actores transmiten la emoción con esa intensidad. Qué tristeza haberlo perdido.
Te haces daño en la cama. Te vienes arriba y no mides tus limitaciones. El menisco roto te permite poca versatilidad sexual.
Terminas de contestar una larga entrevista para YANMAG. Compras y lees suplementos. Después, escribes y sigues peleándote con la novela.
En los descansos, lees 'Llévame a casa', la novela de Jesús Carrasco. No te fascinó 'Intemperie' y has abierto esta sin mucho entusiasmo. Sin embargo, en cuanto comienzas a leerla, te conquista. Te toca y te deja sin respiración. Por lo que cuenta –la responsabilidad de los hijos con los padres–, pero sobre todo por el modo en que lo cuenta: el estilo contenido, la manera de describir los olores, las imágenes, los espacios. Hay mucha vida y verdad en ese libro. Descrita con madurez y honestidad. Con crudeza y desnudez.
Tienes que frenarte para asumir todo lo que estás leyendo. Hacía tiempo que un libro no actuaba de ese modo sobre ti. Tal vez sea que espolea uno de tus traumas: haberte ido de casa cuando deberías haber estado ahí. Estar, pero no del todo. Acompañar, pero tal vez no como tus padres lo necesitaban. La eterna cuestión: decidir entre vivir tu vida o la vida de los otros.
Desde bien temprano, encerrado en el despacho. Tienes la sensación de estar escribiendo tu primera novela. Dirías que te está costando incluso más. ¿De qué vale la experiencia, las tres novelas escritas, lo que has aprendido? Sólo te sirve el convencimiento de que, si lo has hecho tres veces, puedes hacerlo una cuarta. Es lo único. Pero nada más. E incluso a veces ese convencimiento se desvanece. Cada historia requiere un desarrollo particular. Escribir es siempre empezar de nuevo. Volver a aprender a hacer. Y lo aprendido sólo sirve para una ocasión. A no ser que uno repita la misma fórmula una y otra vez.
No es la presión, lo sabes. No estás obsesionado con hacer algo mejor que 'El dolor de los demás'. Simplemente, quieres escribir la historia de la mejor manera posible. Pero no siempre salen las cosas. O no siempre de modo fácil. Hay que perseverar, pelearse con las palabras, con las ideas. También así se hacen las cosas. Insistiendo.
Y es precisamente así como, cuando ya lo habías dado todo por perdido, hoy logras desatascar el final. Sucede por la tarde. De repente, todo se abre y lo ves claro. Sabes llegar desde el punto en el que estás hasta el que tenías en mente. De un tirón esbozas a mano toda la última parte de la novela. Veinte páginas apresuradas con una letra en el límite de la ilegibilidad. No descansas ni para beber agua. Has cogido la ola y no puedes abandonarla. Necesitas llegar hasta final. Y lo consigues a última hora.
Dejas el cuaderno sobre la mesa y te levantas unos segundos. Vuelves a sentarte y lo hojeas. Sí, está todo. La base de la última parte. Los cimentos sobre los que construirás el final. La batalla ha sido dura. Pero el adversario ha sido doblegado. Nadie dijo que esto fuera fácil.
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