Diario de escritura (LXXX)
TIEMPO POR VENIR ·
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TIEMPO POR VENIR ·
Despiertas con dolor en la rodilla. Te sientas a escribir con la pierna en alto. Repasas los primeros capítulos de la novela. Demasiadas escenas. Demasiado diálogo. Demasiado cinematográfica, piensas.
Lees 'Desgracia', la novela de Coetzee. Es la tercera vez. Ahora lo haces para encontrar el tono preciso. Es exactamente ese el que pretendes. La tercera persona del presente, fría, distante. Y también ese tipo de desarrollo. Te anima a continuar.
En taxi vas a la fisioterapeuta. Paz hoy no te hace daño, parece, de hecho, que sales mejor que entras.
Las imágenes de la nevada en Madrid están por todos los lados. El resto de España no existe en las noticias.
Por la tarde, entrevista en 'La Ventana' de la SER. Es agradable, aunque no es tu mejor día. El dolor de la rodilla te desconcentra. Después, en casa, sigues desconcentrado y no puedes escribir. Así que decides abrir el libro de Mieke Bal cuya traducción estás revisando y trabajar algunas páginas.
Por la noche, episodio de 'Ozark'. Te relaja esa violencia imprevista.
Antes de acostarte, comienzas a leer 'Mandíbula', la novela de Mónica Ojeda que tenías pendiente desde hace dos años. También la has rescatado. Te vas a imponer leer menos novedades. Hay libros que se quedan en el limbo. Pero a veces llega su momento. Y es lo que pasa con este. Te entusiasmó 'Nefando', lo primero que leíste de Ojeda. Cruda y cruel. 'Mandíbula' es también oscura. Más estructurada, aún mejor novela. Y escrita casi en estado de gracia, con una potencia lingüística y riqueza en la prosa que te hace envidiarla desde el principio.
Esta mañana estás más creativo. En el cuaderno esbozas el arranque del último capítulo de la segunda parte.
El primer manuscrito lo escribiste a mano del tirón, pero ahora eres inconstante. Fragmentos a mano algunos días. Luego trasladados al ordenador y completados ahí. Es un trabajo más fragmentario.
Sigue el dolor de la rodilla, aunque puedes caminar mejor. Como puedes, llegas a la barbería. Una suerte tenerla en el barrio, cerca de casa.
El número de positivos hoy es de 1.800. La tercera ola es un tsunami.
Sigues leyendo 'Desgracia'. Te sirve para tomar impulso.
Clase por la tarde sobre los diálogos. La haces por Zoom porque no puedes subir las escaleras del Club Renacimiento. Mientras explicas cómo escribir diálogos, piensas en lo que estás haciendo en tu novela, en cómo intentas llevar a la práctica lo que enseñas, y cómo no siempre es posible. Es más fácil explicar que escribir.
Episodio de 'Ozark' y lectura de 'Mandíbula'. Demasiada violencia para una noche. Sueñas con el Dios Blanco. Un cocodrilo muerde con fuerza tu rodilla. No puedes escapar de su mandíbula.
Continúa el dolor de rodilla. Te levantas pensando que no duele, pero en cuanto das dos pasos el dolor regresa.
Escribes durante toda la mañana. Vas lento, pero logras terminar el último capítulo de la segunda parte. Lo lees y aún no sabes si te gusta o te disgusta. Entiendes ahora lo que comenta Julian Barnes o McEwan en sus entrevistas de 'The Paris Review': ellos entienden el fragmento como un todo, necesitan que el párrafo, la página o el capítulo esté consumado para poder continuar. Eso, claro, ralentiza el trabajo, pero produce satisfacciones continuas. El modo en que trabajas tú, en cambio, genera una insatisfacción constante hasta el final, hasta los últimos borradores en los que todo comienza a posicionarse. Como mucho, la satisfacción es una intuición, la de que todo va tomando forma, pero nunca hay una satisfacción parcial. Es la posposición constante del goce.
Más de 2.000 positivos hoy. El Gobierno toma la decisión de prohibir cualquier reunión social. Son todo parches que acrecientan la sensación de incertidumbre. Nadie quiere un confinamiento porque sería ya el desastre económico, pero tal vez sea la única solución.
Termináis la primera temporada de 'Ozark'. Os gusta. Es como un 'Breaking Bad' sin frenos y sin pensar demasiado. Menos complejo, pero en ocasiones más entretenido. Eso sí, mucho más inverosímil –que ya es decir–.
Consejo de departamento. Llegas como puedes con las muletas. Antes, has logrado esbozar varias páginas en el cuaderno. Al menos sientes que no has perdido la mañana. Porque luego, allí..., en fin, lo conocido.
Por la tarde continúas escribiendo. En los momentos en los que desfalleces, lees a Coetzee y te da aire. Te hace pensar en cada frase. Leer es una manera de continuar escribiendo.
Antes de la cita con la fisioterapeuta, escribes el diario. Hoy entregas temprano.
Lees varias entrevistas de la antología de 'The Paris Review'. Por alguna razón, te anima ver a los grandes dudar, no tener claro en ningún momento si lo que hacen saldrá o no adelante.
En Twitter, una escritora dice que hay que normalizar tomarse su tiempo para responder los whatsapp, como si fueran correos. Tiene toda la razón. Tú lo haces de vez en cuando. Aunque te cuesta más cuando eres tú quien escribe y requieres respuesta inmediata. Pero es necesario repensar los tiempos. Vivimos devorados por la urgencia de los demás. El mensaje llega, irrumpe en nuestra cotidianidad y entorpece todo lo que estamos haciendo. El e-mail es menos invasivo. Uno contesta cuando puede. Es lo que vas a intentar hacer. Te lo propones seriamente: dejar un momento del día, como hacían los antiguos, para contestar correspondencia. Y en esa correspondencia deberían también estar los whatsapp.
Escribes toda la mañana y logras terminar dos capítulos. Uno te gusta y el otro no tanto. Estás trabajando sobre todo con la elipsis. Aún no sabes cómo funcionará. No tienes distancia para verlo.
Tocas el ukelele para despejarte, los cuatro acordes que has aprendido. Prefieres no ver las noticias. Lo único que puedes hacer ahora, lo mejor, es no salir y no quedar con nadie. Así que desconectas de lo que sucede en el mundo. Te pones unos días en modo avión.
Pedís una pizza al Via Torino. Casi os bebéis una botella de Enate. Veis dos episodios de 'Ozark' y hacéis tiempo hasta las doce. Hoy se emite el final de '30 monedas'. No sabéis si es por el vino, porque es tarde y estáis cansados o por alguna otra razón, pero el capítulo os resulta arrebatado y extraño, como si no acabara de funcionar. Piensas en lo difícil que es siempre en la vida satisfacer expectativas. Quizá habíais puesto el listón demasiado alto.
Hoy, antes de escribir, vuelves a leer unas páginas de 'Desgracia'. Para inspirarte, para coger el tono, para observar a Coetzee. Sin embargo, en lugar de servirte como acicate, lo que lees hoy te paraliza. Distingues la inmensidad del escritor. La precisión del lenguaje, pero sobre todo la potencia de la reflexión, la sabiduría. Jamás podrás acercarte siquiera a las inmediaciones de un autor de ese tamaño. Esa sensación no se te va en todo el día. Y solo al final de la tarde logras sentarte a escribir. Tampoco está mal, piensas, saber qué lugar ocupa uno, qué puede hacer y hasta dónde puede llegar. También es necesario rendirse a la admiración.
Muchas veces, cuando lees a algunos autores, te dices «esto puedo llegarlo a hacer, con esfuerzo, pero puedo». Te crees un escritor serio y capaz. Luego, te encuentras con los grandes y te ves pequeño e insignificante. Todo se reposiciona y sitúas tu lugar entre los aficionados a la escritura. En esos instantes es cuando tienes que renegociar con tu ego. Porque tu ego está ahí, en todo momento. Es también el que te mueve a escribir, el que se impone cuando desfalleces. Con humildad no se escriben las novelas. Es necesario creer que uno tiene algo relevante que contar, algo que merece la pena ser leído por los demás. Y ahí está el ego. Si no, ¿por qué íbamos a escribir? ¿Por qué abrir nuestra intimidad? ¿Por qué publicarla? ¿Por qué relatar lo que a veces sería más conveniente callar?
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