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Mañana de gestiones en el departamento. De nuevo, tiempo a la basura.
Por la tarde, el traumatólogo te dice que la rodilla está bien y ... que en una semana podrás comenzar la rehabilitación. Al salir de la consulta, te acercas a la Filmoteca, donde estás invitado al estreno del corto 'Hermanos', patrocinado por Estrella de Levante. Allí te encuentras con media Murcia. El corto es emotivo y, por alguna razón, te pone de buen humor. Esa misma actitud de alegría contenida y ganas de volver al mundo de antes es la que luego continúa en la cena, al aire libre, con Leo, Fran, Jorge, Rafa y Alberto. Estás tan a gusto ahí que hoy decides conscientemente saltarte el toque de queda. Una hora más. La que permitirán al día siguiente. Vuelves a casa con miedo. A las doce y media, como un forajido, escondiéndote por las esquinas.
Clases toda la mañana. Hoy hablas de Marina Abramovic. Después, no puedes evitar rescatar la foto que te hiciste con ella cuando estuvo en Murcia. Hace ya quince años de aquel momento mágico.
Odiadores profesionales en Twitter. Antes la gente odiaba igual, pero lo hacía en privado. Y sobre todo no te lo restregaba por la cara. Te enterabas, te decían, te contaban que tal o cual había comentado algo. Pero ahora lo ves, lo tienes delante de tus narices. Ignóralo, te dicen tus amigos. No mires. Pero no es tan fácil. Al menos a ti no te lo parece. De hecho, haces lo contrario y entras constantemente a ver lo que ha dicho el odiador, como si estuvieras deseando que volviera a suceder. Descubres ahí un masoquismo extraño, una pulsión autodestructiva que saca lo peor de ti. Lo único que sí haces es callar, no contestar, tragarte cientos de respuestas posibles para intentar no liar más las cosas.
Por la tarde, clase del Club Renacimiento sobre la corrección del manuscrito. Hablas desde la experiencia de estos meses. Terminas justo para el fútbol. Empata el Madrid. Ves difícil que pase la eliminatoria.
Temprano preparas la entrevista con David Trueba para el 'podcast' en el que has comenzado a trabajar.
Después, clase sobre el conceptual. Se te hace cuesta arriba. Aunque el iWatch te ha marcado hoy 'preparación cinco estrellas', apenas puedes con tu cuerpo.
Llega por correo el móvil nuevo y se te va la siesta configurándolo. No te haces a él. Tienes que aprender nuevos gestos, nuevas rutinas que ya tenías interiorizadas. Los cambios en la tecnología obligan a redefinir nuestra experiencia cotidiana día tras día.
Por la tarde, clase sobre la corrección. Después, ves un episodio de 'Fauda' y caes redondo a la cama.
Por la mañana, inauguración de las jornadas de 'Arte, poder y género'. Haces acto de presencia como director del departamento y subes al despacho a responder 'emails'. Lo haces con una Junta de Facultad virtual en la pantalla.
De camino a casa, te encuentras con varios estudiantes sentados en una terraza y ves por primera vez sus caras. No se corresponden con las que habías imaginado. Lo has hablado con muchas personas estos meses: la gente ahora tiene dos caras. La cara real y la cara que uno imagina, formada –eso piensas– a partir de una cara recordada. Por esa razón, te sientes más cercano de algunas personas que conoces por primera vez, porque proyectas sobre ellas la memoria de lo conocido. Eso al menos es lo que te dices para explicarte esa relación siniestra, de 'déjà-vu' constante, que experimentas ante esos rostros tapados.
Escribes el diario por la tarde. Cada vez más, eres consciente del fin. Quedan cinco entregas. Después, contestas varios 'emails' y lo dejas todo terminado antes del viaje. Tardas más de la cuenta en preparar la maleta. Has perdido la costumbre y echas todo lo que se te ocurre.
Viajas con Alberto y Leo. Los tres en tu coche hasta Albacete y, después, en tren a Madrid.
El hotel es magnífico. Tienes habitación para ti mismo. Casi siempre dormías con Leo. Casi podría decirse que sois convivientes. Pero hoy tenéis habitaciones separadas. Hay ya un momento en el que necesitas la intimidad. Los momentos muertos de estar tendido en la cama tranquilo. La soledad del hotel. Eso también lo echabas de menos. El tiempo en silencio para pensar.
De camino al restaurante, te tropiezas en la calle con Edu. «En Madrid no te enuentras con tus ex, pero sí con Edu Galán», tuiteas después. Coméis con David en la Casa de México. El tequila del final anima la conversación y lo hace contar muchas anécdotas que luego podrían haber salido en la entrevista. Nota para el futuro: quedar un rato antes, para que comience a fluir la conversación, pero no demasiado, porque se puede perder la magia. A pesar de todo, en la entrevista David está pletórico. No podéis preguntar ni la mitad de lo que habéis preparado y tenéis que improvisar. Es más natural así, pero también más desordenado. Te sientes a gusto cuando ves a Leo apartarse del micrófono porque ya no aguanta la risa ante uno de los disparates que acabas de decir.
Se os va una hora –habíais planificado treinta minutos–, pero no importa. El material es bueno, o al menos eso creéis. Y podréis aprovechar mucho de ahí.
Después, cenáis con Lydia y también planificáis futuros eventos. No sabes si Madrid es libertad, pero desde luego sí que es un buen lugar para el reencuentro y la amistad.
Te acuestas feliz pero aún inquieto. Por la entrevista, pero también porque sabes que mañana hablarás con tu agente. Ha leído la novela. Eso no te deja dormir.
Te levantas bien, sin resaca, pero nervioso. A finales de la mañana, recibes la llamada. Le ha gustado. Aunque falta muchísimo por trabajar, ha entendido lo que pretendes hacer. Y le interesa sobre todo la parte de la que estás más inseguro, el modo en que logras meterte en la mente de alguien que no tiene nada que ver contigo. Te da algunas indicaciones valiosas y sobre todo te anima a seguir. Percibes el entusiasmo y eso lo cambia todo. La incertidumbre se disipa y, de repente, te descubres exultante y feliz.
Lo notan Alberto y Leo cuando te ven. Los abrazas y saltas sin pensar un segundo en el menisco. No cesas de dar botes incluso en el taxi, los tres apretujados en el asiento de atrás, como niños en una excursión. La alegría es compartida. Y continúa en el Micue, donde os atienden como de la familia y se genera una extraña comunión entre todos. David continúa contando historias. No puede frenar. Suena 'Saraluna' de Melendi y unís vuestras manos como si estuvierais en una comuna 'hippie'. Esa imagen también va a tardar en irse de tu cabeza.
Después, la tarde se alarga y se convierte en noche. Os bebéis hasta el vino de cortesía de la habitación.
Te cuesta trabajo dormirte y decides escribir las sensaciones en el cuaderno. La mano escribe sola. Rellenas varias páginas intentando apresar el momento. No sabes si algo de eso será legible al día siguiente. Pero eso es lo de menos. Escribes para ti, para disfrutar ese estado de lúcida embriaguez.
Hoy, sí, resaca por la mañana. Se disipa en el desayuno, pero te cuesta remontar.
Volvéis en el tren y, desde Albacete, conduces hasta Murcia. Dejas a Leo y a Alberto y llegas ya tarde a la casa de tu cuñada para celebrar el día de la madre. Allí está Raquel. También tus cuñados, que te esperan con la cerveza y el vino sobre la mesa. Tienes hambre, pero no te entra más alcohol en el cuerpo. Para no hacer el feo, haces la cata de todo. «Más vale beber dos veces que tener que dar explicaciones».
A media tarde, sin embargo, ya no puedes más y regresas a casa. Te quitas la ropa del viaje y caes a plomo sobre la cama. Después llega Raquel. El reencuentro es bello. No os importan hoy los vecinos.
Por la noche, episodio de 'Fauda'. Antes de dormir, planificas la semana. Mañana comienzas a terminar.
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