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Revisas los capítulos del ensayo de un modo mucho más rápido de lo que imaginabas. Has conseguido recuperar la concentración y la capacidad de trabajo. Ahora ya funcionas a toda máquina.
Las caminatas de las ocho son una manera de respirar. Incluso te cambia el humor. Es la toma de conciencia de que no todo está perdido. La afirmación de la vida, del movimiento, después de tantos días de estatismo.
Por la noche veis 'Los miserables', la película del director francés Ladj Ly. Te sitúa frente a la realidad desnuda de la vida contemporánea en un barrio francés castigado por la pobreza. La injusticia, el futuro de aquellos que no tienen nada y, sobre todo, la violencia, la supervivencia. La complejidad de lo real, el modo en que lo que somos depende del contexto en que hemos crecido y las oportunidades que hemos tenido. La frase de Victor Hugo que cierra la película lo resume todo: «No hay malas hierbas ni hombres malos. No hay más que malos cultivadores».
Revisas por la mañana 'La siesta del martes', un cuento de García Márquez que citas en tu ensayo sobre la siesta. Comienzas a leerlo en la mesa del despacho para encontrar el pasaje que quieres copiar, pero rápidamente te tienes que pasar al sillón para deleitarte una vez con más con su lectura. Necesitas cambiar la posición. El texto te lo pide. Es curiosa la ergonomía de la lectura. Cuando lees ensayo o textos académicos, los apoyas sobre la mesa, te encorvas sobre ellos. Es una postura activa. Intentas dominar el texto. Es más cómoda para subrayar y tomar notas, pero es también una manera de abalanzarse sobre el texto. Cuando lees narrativa o poesía, cuando lo que quieres es más disfrutar que aprender, necesitas una postura más relajada. La del sofá o la del sillón. El libro habla y tú escuchas, como el niño que se duerme con la voz de la madre.
Por la tarde, logras terminar el ensayo. Al menos la primera versión legible. Estás contento. Ha salido algo extraño. Un texto degenerado, de nuevo. Cada vez más, te sientes cómodo en ese tipo de textos que están a medio camino de todo. Del ensayo, del diario y de la narrativa. Eres tú ahí, en la pervivencia de algunos tics del ensayo académico. Y también en el recuento de la experiencia personal.
Sales a pasear con Raquel, camináis por el barrio, entráis por calles que jamás habíais pisado. Estáis redescubriendo la ciudad. Regresa esa idea que tuviste hace unos meses y que la pandemia frenó, la de pasar por todas las calles de Murcia. De momento, camináis sin rumbo, cruzando calles al azar hasta que os cansáis y regresáis a casa, también a la deriva.
Tienes que decelerar después de terminar un texto. Siempre te sucede. Has terminado; necesitas un tiempo de reposo, pero no puedes dejar de pensar, quieres seguir. Es un movimiento lento de detención. La escritura nunca frena de golpe.
Corriges las prácticas de los estudiantes sobre Baudelaire. Algunas te sorprenden muy gratamente. La alegría de encontrar alumnos brillantes y aplicados. Y la pena de que este cuatrimestre la comunicación haya tenido que ser tan distante.
A mediodía, recoges una paella del bar de la calle. Verlo levantar las persianas también te emociona.
Por la tarde, de nuevo, paseo. Te fijas en todos los rostros. Regresáis cansados a casa, con la sensación de haber hecho algo saludable.
Vas a la barbería por la mañana. A pesar de los protocolos de seguridad y la incomodidad de las mascarillas y los guantes, todo es gratitud. Es la alegría del encuentro. Y también la posibilidad de que esto comience a terminar, sea como sea. Es cierto que no os cambiará como personas –tal vez no os haga mejores–, pero hay ciertas cosas en las que se atisba una leve transformación: en la relación con los demás, en la necesidad de agradecer hasta el más mínimo gesto.
Capítulo de 'Lo que hacemos en las sombras'. Cada vez es más divertida.
Después, en la radio hablas de cultura. Comentáis las medidas de la Administración en el ámbito cultural. No estás atento y se te nota demasiado. Además, no tienes tú ninguna receta. Por eso un día decidiste alejarte de la gestión. No entiendes de políticas culturales. Últimamente, en realidad, no entiendes de nada. Te das cuenta de que cada vez sabes menos de las cosas, que cada vez callas más.
Por la noche, comienzas a leer 'Pnin', la novela de Nabokov sobre un profesor ruso en Estados Unidos. Te viene enseguida a la memoria tu año en Ithaca, y no solo porque supuestamente es el lugar en el que se ambienta la historia, sino también por los problemas con el inglés y las dificultades para adaptarse a un mundo y a un tiempo diferente. A pesar de todo, no logra apasionarte la novela. Te cuesta seguir la frase larga y el lenguaje preciso. Tienes que esforzarte y ponerte en la mente de un lector de la época.
Clase por la mañana por videoconferencia. Planteas la posibilidad del examen. Una prueba que vaya más allá de la memorización y en la que los estudiantes puedan tener todo a su disposición para reflexionar con tiempo sobre los materiales del curso. Esta situación va a servir también para transformar el modo en que se evalúan los conocimientos. Es necesario repensarlo todo.
Por la tarde, de nuevo, paseo. Casi os salís de la ciudad. Os sorprenden las casas de algunas calles que se quedaron en medio de la ciudad. Por ejemplo, las que parecen atrapadas entre Abenarabi y la avenida de Santiago, tras la clínica Belén. Un pueblo en mitad de la urbe. Un anacronismo sorprendente. Transitar por esas calles es ser consciente de los diversos estratos del tiempo, percibir el espesor de la historia, ese que precisamente borra cierta concepción de la ciudad, aséptica, neutral, casi un no-lugar.
Veis dos capítulos de 'Upload'. La capitalización ya no solo de la muerte, sino de la vida del Más Allá. Te interesan también los artilugios y dispositivos tecnológicos. Aparatos que están lejos y al mismo tiempo cerca. Una ciencia ficción probable.
Comentas con Leo el ensayo sobre la siesta. Le ha gustado lo que ha leído. Te acuestas tranquilo y satisfecho.
Las risas de uno de los vecinos se te clavan en los oídos. Se cuelan a través de la ventana abierta y retumban en tu despacho. Te despistan y te desconcentran. Vas a tener que acostumbrarte. La convivencia es eso. ¿Pero es que no podría ser un poquito menos escandaloso?
Antes de enviar el ensayo a la editorial, y tras la conversación de ayer, decides introducir dos pequeños capítulos que habías descartado. Pasas todo el día arreglando uno de ellos. Ni siquiera sales a caminar.
Veis la segunda parte de 'It'. Es como una montaña rusa, pura pirotecnia, sin ningún tipo de tensión. Eso sí, por la noche tienes pesadillas. En una de ellas asesinas a un hombre con un cuchillo y te quedas sin respiración al ver lo que has hecho. Es la sensación que se tiene al matar, te comenta alguien en el sueño. La angustia y el ahogo aumentan hasta que Raquel te despierta y puedes por fin respirar.
De nuevo, todo el día escribiendo. Prácticamente sin levantarte de la silla. Terminas el otro capítulo que has decidido introducir. Sientes que fluye la escritura.
Constatas con tristeza que ya casi nadie aplaude a las ocho.
Antes de dormir repasas todo el librito y corriges algunas erratas. Al final estás satisfecho de lo que has escrito. Empezó como un pequeño divertimento y te das cuenta de que no está tan alejado de otras cosas que has escrito. Los mismos temas, una y otra vez: la memoria, el pasado, la pérdida, el tiempo, la casa, el cuerpo... Es posible que, desde el principio, estés escribiendo un único libro, y que cada nuevo proyecto no sea sino un capítulo más, un párrafo, una frase que intenta acercarse más a eso que aún no has conseguido decir.
Duermes feliz e inquieto. Mañana entráis en la Fase 1.
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