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Diario de escritura (XXV)
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Temprano, te encuentras con Klaus en el despacho de la universidad. Lleva un tiempo investigando sobre el cementerio de Murcia, reconstruyendo biografías e historias que habían pasado inadvertidas. Te muestra alguna de esas vidas excepcionales que ha trazado a partir de entrevistas y trabajo de archivo y te ofrece la posibilidad de contarlas. Tal vez con ellas puedas escribir una novela, dice. Te quedas toda la mañana pensando. Algunas de esas historias darían para novela y película, sin duda, pero no tienes demasiado claro que tú seas la persona idónea para escribirla. Aunque sean excepcionales, esas historias no te tocan. Al menos no de momento. Solo puedes escribir si algo te quema por dentro.
En las redes, la sentencia del 'procés' eclipsa las noticias sobre el Mar Menor. Todo el país revolucionado y mirando para otro lado. Los medios dirigen la mirada.
Clases por la mañana. Acabas justo para firmar en el notario la venta de la casa de la huerta a tu sobrino. No sientes nada al firmar. Por la tarde, en la clase del Club Renacimiento, no estás del todo.
Cercas y Vilas ganan el Planeta. Te alegras por ellos y por la literatura. En las redes, rápidamente llegan las envidias. Es cierto que hay algo que debería desvelarse, el paripé del premio -la farsa de la representación-. Pero lo importante es que, a pesar de todo, lo ganen escritores y, sobre todo, buenos libros. Confías en que los de Cercas y Vilas lo son.
Te preparas el café y el cuerpo, automáticamente, ya sabe dónde están las tazas. Te gusta la sensación y, al mismo tiempo, no sabes por qué, quisieras que la excepcionalidad durase más. Todo ha pasado muy rápido. Mucho más de lo que habías imaginado. Aunque han sido meses de inquietud, ahora estás ahí. Y el cuerpo se ha acostumbrado a las rutinas. Eso sí, aún fallas al apagar el interruptor de la luz con los ojos cerrados. En esos tres centímetros de diferencia, habita la extrañeza.
Mañana de gestiones. La burocracia infinita. Contestas mails. Escribes el diario.
Te arreglas la barba en la barbería del barrio. Tienes la sensación de vivir allí desde mucho tiempo atrás.
Intentas leer. Sigues sin poder concentrarte. Preparas el viaje del día siguiente y te acuestas temprano.
Te levantas a las cinco de la mañana y conduces hasta Albacete. Coges el AVE y llegas a Madrid antes de las diez. En 'El País' grabas una conversación con un psiquiatra para Librotea. Te sientes a gusto, aunque desde el principio queda claro que él sabe mucho más que tú sobre depresión y ansiedad. Lo dejas hablar. Hay momentos en los que lo mejor es echarse a un lado.
Haces tiempo mientras sale el tren para Córdoba y compras unos libros en La Central del Reina. Esa librería tiene algo especial. Es el olor a madera, que se queda para siempre en los libros. Pasarías allí media vida. En lugar de entrar al museo, prefieres quedarte allí. Mejor recorrer estanterías que salas de exposiciones.
En el tren, quisieras dormir, pero te toca un asiento con mesa y un compañero enfrente con las piernas más largas que las tuyas. Os molestáis durante todo el viaje y solo deseas llegar. Para intentar que pase rápido, enciendes el iPad y pones el monólogo de Bill Burr que hace unos días te recomendó Leo. Se te saltan las lágrimas de la risa. Lo políticamente correcto puesto patas arriba. Es el humor de lo que no puede ser dicho. El que sobrepasa todas las barreras de lo aceptable. Es el espacio en el que se sitúa el humor que hace pensar. El humor que desmonta todo y que no puede ser acusado de nada. Que se ríe precisamente de la norma, de lo común, de lo establecido.
El humor como válvula de escape. Una sociedad que no se ríe de sus desgracias es una sociedad enferma. La nuestra camina irremisiblemente hacia a una formalidad fúnebre.
Llegas a Córdoba con el tiempo justo de ducharte y salir para la biblioteca provincial. Te recibe una temperatura agradable y una horda de turistas con trolleys callejando por el casco antiguo.
A las cinco y media, comienza el encuentro de clubes de lectura provinciales. Te presenta Alberto. Después te sientes especialmente lúcido. Más incluso que en otras ocasiones. Hoy, piensas, es uno de esos días en los que te gustaría que te grabasen. Todo lo que has callado en la charla con el psiquiatra esta mañana, lo dices ahora, como si te estuvieran dando una segunda oportunidad.
En el turno de preguntas del final, algunas mujeres leen lo que les ha hecho sentir el libro. Una señora dice que la novela la había dejado fría, pero que, ahora, tras la charla, cree que le ha gustado, y que ha sido una suerte que vinieras a hablar porque así ha podido entenderlo todo. Sus palabras te hacen pensar. Es cierto que los libros a veces ganan cuando son 'explicados', pero el libro tiene que valer por sí mismo. No siempre vas a tener el comodín del club de lectura. Lo que el libro no dice o no hace sentir, está perdido.
Al terminar la charla, te espera Adolfo, que se ha acercado porque vive al lado, pero que no ha podido subir a la sesión porque la silla de ruedas no entra por las escaleras. Le dedicas un libro y lo felicitas por su cumpleaños.
A las siete y media, te has quedas solo en la ciudad y no sabes qué hacer. Te apetece una cerveza. Necesitas tomar algo después del trabajo, pero no tienes con quién. Decides deambular por la ciudad y sentarte en una terraza a ver pasar a la gente. Ni siquiera miras el móvil. Te quedas allí, tranquilo, como si el mundo fuera una película y tú un espectador privilegiado.
Te levantas temprano y descansado. Por fin una noche tranquila. Aunque tienes una extraña quemazón el cuerpo.
En el talgo Córdoba-Albacete comienzas a leer 'Las lealtades', de Delphine de Vigan. Rápidamente te seduce su modo de escribir y explorar las emociones ajenas.
Al llegar a casa comienzas a sentir el picor con más fuerza y, al mirarte en el espejo, adviertes que estás lleno de pequeñas manchas rojas. Compras Talquistina en la farmacia y esperas que se calme el picor.
La tarde la pasáis entera montando un mueble para la tele. Acabas sudado y con la piel hirviendo, pero ha quedado bien. Puedes llegar a entender que haya gente a la que le gusta el bricolaje. Hay algo de secreta satisfacción en la idea de hacer algo con tus propias manos, de actuar sobre el mundo que te rodea.
Amaneces con el cuerpo, ahora sí, repleto de granos y con un picor inaguantable. Te acercas a urgencias y allí te pinchan Urbason. Una pequeña reacción alérgica, dice el médico. Tal vez al polvo de la casa, comentas, que no cesa de salir por los rincones. O el estrés, dice él. Tal vez, sí, el estrés. También. Sobre todo, eso.
Comenzáis a ver la miniserie de 'La guerra de los mundos'. No es buena, pero hay una invasión extraterrestre y con eso te vale para disfrutar un rato.
Entonces todo se frena y se relaja, al menos durante unas horas. Y recostado en el sofá, con una taza de té en la mano, por fin pronuncias: 'Qué felicidad, aquí en la casa'. Lo dices cada varias veces. Como si necesitaras verbalizar esa placidez para dotarla de realidad. ¡Qué bien, aquí!, dices y escribes. Aunque ahora todo te pique.
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