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Destino
ENRIQUE ANDRÉS EMILIANI
Lunes, 9 de noviembre 2020, 09:00
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ENRIQUE ANDRÉS EMILIANI
Lunes, 9 de noviembre 2020, 09:00
Y a tenés edad para empezar, le dijo su madre aquella noche con un tono imperativo que no dejaba margen para resistir; y, como si hubiera intuido un gesto de disgusto en su rostro agregó: 'Tu hermana empezó a tu edad; dice él que mañana te puedo llevar'.
Dudó. No se atrevió siquiera a mirarla de reojo, le asustaba y a la vez le entristecía ese rostro percudido de penurias, esa mirada que parecía ausente y muerta de sentimientos. Terminó de secar los cubiertos, dejó el repasador sobre la mesada, y tentada estuvo de alzar las pilchas que tenía para, en la oscuridad de esa noche de otoño, llegarse hasta la terminal y subirse al primer micro que saliese con rumbo al lugar más lejano que pudiera encontrar. Irse, como su hermana Jésica, cuando el año anterior su madre le había anunciado lo que parecía ser el destino inevitable de las chicas de esa casa desde que, muerto su papá, la miseria nunca se había alejado de la puerta de ese rancho de chapas levantado a un centenar de metros de la ribera del Río Uruguay.
Pero no. Volvió sobre sus pasos, corrió la cortina que separaba la cocina de su pieza, y se deslizó con pasos mudos para no despertar a sus tres hermanos pequeños que dormían sobre el camastro. Casi como suspendida en el aire se sentó junto a ellos y lloró. Lloró con tristeza, con rabia. Recordó aquél tiempo un tanto borroso en su memoria, cuando se alegraban al ver regresar a su papá del trabajo, y como él sonreía mientras repartía afectos y dulces. Lloró y alzó los ojos al cielorraso para decirle a Dios de su enojo, si es que era cierto, como decía su abuela, que existía un Dios. Luego se recostó, y se durmió apenas consolada por la tibieza que se desprendía del sueño de sus hermanos.
No recuerda si aquella noche soñó; pero sí su despertar. La mano de su madre zamarreándola. Dale despertate que son más de las diez, así le decía. Date una ducha, vestite con esto que te dejo acá. Cuando estés lista vení a comer algo antes de ir.
Vio las várices de las piernas de su madre desaparecer tras la cortina, escuchó el sonido de una taza vacía sobre la mesa, se sentó en el camastro, corrió la sábana para cubrir la escualidez de sus hermanos, y recordó que lo poco que comían se debía al dinero que su hermana mayor, Mariela, les enviaba cada semana desde la lejana Paraná.
Resignada cumplió cada paso ordenado por su madre. En silencio, enfrentada a ella en la mesa de la cocina, sorbió despacio el caldo que le había preparado. Para no oírle reproche alguno, mojó en el caldo, y comió, el pedazo de pan que estaba junto a la taza.
Al salir a la calle la estremeció una ráfaga de tierra y viento que llegaba desde el río y cargada de frío pasaba por la puerta de su casa y se perdía calle arriba camino del centro del pueblo. Se alisó con una mano la pollera corta heredada de su hermana Jésica. Con la otra se acomodó una musculosa que era más bien de verano, pero que su madre le recomendó que se pusiera, solo con un saquito de hilo encima. Para que llames la atención del Ruso, volvió a repetirle mientras comenzaba a caminar delante de ella.
No sabía cuántas eran las cuadras, pero sí que eran muchas. La estremeció la idea de tener que pasar por el centro de la ciudad, él único lugar dónde parecía que no podía golpear la pobreza que se había adueñado del pueblo. Entonces se animó a decirle al Dios de su abuela que por favor no se cruzaran con Miguel, su compañero de escuela, ese chico con el que se habían enamorado y que desde hacía un año era el único dueño de sus sueños y sus besos; besos fugaces robados en las tímidas noches de las primeras fiestas de quince en el pueblo. Pero lo vio de lejos, cuando ella y su madre cruzaban la plaza principal. Por un instante pensó en correr hasta él y contarle; pero mejor no, pensó, que podría hacer Miguel.
Bajó la cabeza, hundió la mirada en las baldosas de la plaza, y la densa humedad de sus ojos le impidió ver que Miguel se detenía, sorprendido las miraba, cambiaba el rumbo que lo llevaba hacía la carnicería de su padre, y comenzaba discreto a seguirlas detrás.
El Ruso estaba en la puerta de la vieja casona; las esperara. Lo vio desde el otro lado de la ruta. Lo conocía de nombre y de verlo sólo una vez, cuando Jésica le pidió que la acompañara a la terminal el día que se escapó, pero antes quiso llevarla hasta allí para, escondidas entre los camiones estacionados en el parador, poder mostrárselo al Ruso y decirle ves, es ese, un hijo de puta. Y desde ese día se le grabó en la memoria la angustia que retumbaba en la voz de Jesica, el agobio que le provocó la inmensidad de los camiones ruteros, y el cuerpo del Ruso recortado contra el marco de la puerta de entrada a la casona.
Su madre la tomó de la mano cuando cruzaron la ruta y ella quiso pero no pudo recordar cuando había sido la última vez. La soltó ni bien el Ruso las vio acercarse. Sintió que él la miraba de arriba abajo, como si la pesara, como si la midiera. Ellos cruzaron un par de buenos días. Sin decirle que entrara, el hombre le recordó a su madre como era el asunto del porcentaje; algunas cosas de la higiene; para que usted se quede tranquila señora, así le dijo; y agregó: usted ya sabe porque su otra piba, la Mariela, anda muy bien en el boliche de Paraná; no se preocupe entoncess, déjela, la voy a llevar despacito para que se acostumbre y se le quiten las timideces; mañana temprano se la mando de vuelta para la casa; recuerde, son dos días de franco y uno de atención; más adelante vemos.
A la casona no entró hasta que el Ruso se lo ordenó. Antes de cruzar el umbral giró para ver si su madre la miraba; pero no, la vio alejarse calle abajo por el otro lado de la ruta, gacha la cabeza, rendida la espalda, esquivo el andar.
En el interior de la casona le costó el equilibrio de los primeros pasos, hasta que sus ojos se hicieron a la penumbra. Sintió la mano del Ruso sobre su hombro, guiándola por un pasillo estrecho que conducía hacía los fondos. Acá es tu pieza, le dijo; hace la cama, abrí la ventana para ventilar. En un rato te traigo algo para que comas; después te pones esa bata que está sobre la silla, abajo nada; quédate descalza, recostada en la cama, y cuando golpeen abrís, sonreís y ya sabés; tu hermana Mariela te habrá explicado. No quiero quejas, le dijo, cuándo volvió para retirarle la bandeja de plástico que antes le había dejado con un poco guiso.
No recuerda cuanto tiempo pasó hasta que sintió dos golpes breves en la puerta, pero debía ser de noche porque afuera estaba oscuro. Recordó las órdenes del Ruso, bajó de la cama y abrió. No se animó a mirar, caminó hasta la cama, se tendió boca arriba y esperó sin saber. El hombre apagó la luz del techo pero no la del velador, se desnudó de espaldas. Apenas se animó a mirarle el vello negro, y la estremeció el grosor de sus glúteos y sus muslos. Tembló cuando giró y la miró, no era el Ruso, pero qué importaba quién. Cerró los ojos y sintió como con las manos le abría la bata de par en par, y con sus dedos comenzaba a tocarla, arriba y abajo, con torpeza. No quiso ver cuando se reclinaba para acostarse, pero lo supo porque sintió como se quejaban del peso los elásticos de la cama. Cuando él se posó sobre ella, le pidió a su abuela que le dijera a su Dios que viniera a salvarla, o que al menos le ahorrara todos los dolores que pudiera.
Sintió el inicio, brutal por el frío y el desamor. Se propuso desterrar de su memoria todo rastro que pudiera marcarle ese desconocido que comenzaba a hamacarse. Aferró sus manos al borde de hierro de la cabecera de la cama para aguantar el empuje final destructor, alcanzó a escuchar el chirrido de la puerta y un par de pasos saltando sobre la cama.
Con miedo abrió sus ojos y vio los del hombre, que parecían saltarse de las órbitas, y oyó como de la boca dejaba escapar un sordo gemido. Después vio los brazos de Miguel arrojándolo al suelo, en una de sus manos una cuchilla, la otra tendida hacia la suya, y que en sus ojos se confundían el terror y el amor. De su voz escuchó solo una palabra, vamos. Una que a ella le parecieron todas las voces, la de su padre, su abuela, la de Miguel y la de Dios.
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