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ILUSTRACIÓN: JOSÉ MERLO
Los que se van, las despedidas y los que se quedan

Los que se van, las despedidas y los que se quedan

Relatos | Rendibú ·

ALMA LÓPEZ PATIÑO

Martes, 24 de noviembre 2020, 02:41

Encontré una pestaña en el joyero de mi madre cuando ya hacía un año que ella había muerto y la miré durante unos segundos sin saber si tocarla o dejarla ahí mientras me hacía a la idea de que aquello, probablemente, era lo único que quedaba de ella en la superficie, que no bajo tierra, y, después de pensarlo un buen rato, decidí coger un par de pendientes y dejar la pestaña en el lugar en el que estaba porque, solo de esa manera, podría volver a encontrarla después, y salí a la calle para ir a visitar a mi abuelo y le conté aquello de la pestaña y él respondió que algunas cosas son así; que aparecen cuando menos las esperas sin tener en cuenta si uno quiere o no encontrarlas y nadie, dijo mi abuelo, nadie puede cuidar de otro para siempre, a lo que yo respondí que tenía que ir urgentemente al baño porque no había ido ni en la estación de tren, ni en el propio tren, ni en la casa de mi madre y, de verdad, que no aguantaba más, y cuando volví al salón mi hermano ya había llegado (mi hermano venía en otro tren, desde otra ciudad) y estaba cortando el pan, que era lo único que faltaba por hacer, exceptuando el servir el agua en los vasos, así que yo cogí la botella y eché el agua en los vasos; tres vasos distintos, uno chato y de color azul, un segundo alargado y transparente y otro con un relieve ondulado, y mi abuelo entró en el salón trayendo una bandeja con pescado cuyo olor a mí me repelió, pero disimulé mi aversión y me comí el pescado sin rechistar porque lo había cocinado mi abuelo con todo el cariño del mundo para sus nietos, que no van nunca al pueblo, que llaman a menudo pero suele ser en balde porque, vaya, al abuelo no le gusta demasiado coger el teléfono, y cuando terminamos de comer el pescado mi abuelo ofreció fruta y mi hermano dijo que quería una pera, dijo: «Me gustaría comer una pera, pero puedo ir yo a por ella, a lo que mi abuelo respondió con un movimiento de cabeza sutil que significaba sí, si quieres una pera puedes ir tú a la cocina a por ella, y yo aproveché el viaje y le dije a mi hermano que me trajera otra para mí y mi abuelo insinuó que prefería manzana, así que mi hermano trajo dos peras y una manzana y observé cómo ambos pelaban sus piezas de fruta de la misma manera (rodeando la pera/manzana de arriba abajo sin dejar ni un cachito de piel y sin que la piel se rompiera en ningún momento, dejando una tira perfecta de piel en el plato al terminar), y me gustó que los dos terminaran justo a la vez (yo la pera me la comí a bocados, sin pelarla), y después quitamos la mesa entre los tres y yo fregué con agua fría, oliendo cada pocos segundos el detergente porque es un olor que, no diría que «me guste», pero sí «me da placer», y al volver al salón mi hermano me preguntó que qué hacíamos con la gata, que el abuelo decía que no quería seguir cuidándola durante más tiempo por si se le moría, y los dos miramos a la gata, gata que tendría al menos ocho años y que estaba enrollada en espiral frente a la estufa, y nos miramos el uno al otro para tomar una decisión: ¿tú quieres quedártela?, preguntó, y respondí que mi piso era pequeño y que la gata se agobiaría y, muy probablemente, tendría un embarazo psicológico porque allí no podría aparearse con otros gatos y mi hermano contestó, previsiblemente, que él se encontraba en la misma situación, así que esa respuesta no nos valía, y después argumentó que la gata se la había regalado yo a mi madre y que, por lo tanto, lo más lógico era que ahora me encargase de ella, y yo le dije que, por esa misma regla de tres, a mí la gata me la había regalado mi exnovio y no por eso iba a ir después de siete años a llamar a casa de mi exnovio con la gata en brazos y tampoco, afirmé, tampoco había pensado en dejársela en la puerta y salir a correr puesto que, para más inri, ni siquiera sabía dónde vivía ya mi exnovio, y que la gata se la podría quedar él que vivía solo (yo vivía con una compañera de piso) y no le acarrearía problemas con nadie y entonces mi abuelo nos frenó: la gata me la quedo yo, si os vais a poner así, pero que no se me muera, por Dios, que no se me muera, y entonces tanto mi hermano como yo, estoy segura, nos sentimos tremendamente egoístas y dijimos bueno, ya veremos, lo hablamos después de la misa, y me fijé en que mi abuelo no iba vestido de negro y se lo dije: abuelo, no vas vestido de negro, a lo que contestó que el negro no le favorecía y que no tenía ninguna intención de ir feo a la misa de su única hija, que ya lo hizo con su mujer y se estuvo arrepintiendo meses (esto a mí me resultó extraño porque, de la coquetería de mi abuelo, era la primera vez que escuchaba hablar), así que una y no más, y añadió que a mí el negro siempre me había sentado bien pero que a mi hermano le quedaba como cuando a una vaca le ponían un abrigo, es decir artificial, es decir que mi abuelo veía feo a mi hermano en aquel momento y mi hermano no quiso entrar al juego porque se sentía mal por lo de la gata, así que se calló y asumió su fealdad mientras recogía con la yema del dedo índice de su mano derecha las miguitas de pan que se habían quedado dispersas en su lado del mantel, y a los pocos minutos nos levantamos los tres y nos fuimos cuesta arriba hacia la iglesia, siendo como éramos y seguimos siendo tres ateos de raíz y siendo mi madre, también, atea, porque a veces ocurren cosas inexplicables como lo de la pestaña y, si alguien sabe el motivo que me lo cuente, pero a mi madre la enterramos siguiendo los pasos de un funeral cristiano tradicional y siempre recordaré que el cura pronunció las palabras «está todo tan bien calculado, que da pavor» la primera vez que fui a hablar con él para organizar el entierro y pensé que aquellas palabras eran de Henry Miller y no supe, de verdad, no supe si el cura estaba plagiando a Miller o se trataba de una casualidad, pero el caso es que llegamos a la iglesia y no nos sentamos en el primer banco (por la hostilidad que nos transmitía aquel lugar), ni nosotros ni nadie; todos se sentaron detrás, quedando así el tercer banco como el primero en la práctica y el cura empezó a hablar, ayudándose de un micrófono que la otra vez, la del funeral, si no recuerdo mal, no estaba, y no tardó demasiado en decir las palabras «es el único vínculo auténtico que tenemos: la constante presencia de la muerte siempre en todo momento», que es otra frase de Henry Miller, cosa que me pareció un abuso por parte del cura y así se lo hice saber a mi hermano, susurrándole al oído: el cura plagia a Miller, pero mi hermano me hizo caso omiso mientras observaba el techo de la iglesia, donde había un dibujo de un burro discutiendo con un hombre junto a un árbol y mi hermano dijo, no tan bajito como yo, «todo este mundo me parece rarísimo», frase que llegó a los oídos de mi abuelo y que tardó en asimilar pero que, una vez asimilada, le hizo asentir de la misma manera que había asentido cuando mi hermano se había ofrecido a ir a por la pera a la cocina, y al salir de allí hablamos con la gente, que fue toda muy amable (incluso una prima lejana de mi abuelo le regaló un flan de café) pero nosotros solo tenemos la capacidad de ser amables un rato corto, así que pronto nos fuimos de la puerta de la iglesia y bajamos la cuesta en dirección a casa de mi abuelo y no pasó demasiado tiempo hasta que miré la hora, dándome cuenta de que ya debía marcharme si no quería perder el tren, así que me puse el abrigo con el que había llegado, aunque no hiciese demasiado frío (me lo puse por no llevarlo en la mano) y cogí a la gata y me fui sin despedirme de nadie, que es algo que hacemos en mi familia, ni saludos ni despedidas, cuesta abajo hacia la estación de tren, contestando con la mano a las mujeres que me llamaban por mi nombre y añadían un «cuánto tiempo» después, que fueron al menos tres o cuatro, y cuando no me quedaban más de diez metros para llegar a la estación volví corriendo sobre mis pasos, con la gata pegada a mi pecho enfadándose, y le dije a mi abuelo: por favor, abuelo, coge el teléfono cuando suene.

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