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No todo el mundo cabe en el 'mainstream'. Amy no, desde luego. Ella era una sencilla chica judía del barrio de Southgate, enamorada de lo ... vintage y de su abuela Cynthia. De ella aprendió todo el jazz del mundo. Con 20 años, cantaba como Ella Fitzgerald.
Amy podía pasar horas hablando de sus discos y artistas favoritos. Era una viejuna con piel de porcelana, TCA y querencia temprana por los porros y el vino. Esa sería la lectura fácil pero irreal. Amy viajaba en un profundo mundo interior con la herida brutal del abandono paterno, de sentirse distinta. La dependencia emocional acabó literalmente con su vida.
Definitivamente, el 'mainstream' no era lo suyo. Que a la salida de casa la persiguiese una nube de fotógrafos entorpecía la simpleza a la que aspiraba. Su vida se transformó como el moño gigante de su negro cabello. A más hondura, más 'big hair.' La felicidad de Amy residía en la música, en su modesta aspiración de cantar en pequeños clubes. Sin embargo, en la coctelera de sus días ya había demasiados ingredientes y desde hacía demasiado tiempo.
Estar al otro lado del mundo y escuchar a Blake decir que ya no la necesitaba era 'too much'. Y eso es el 'mainstream'. Saber qué dicen los demás de ti, aunque te duela, aunque no te importe ni lo necesites. El 'mainstream' no es empático. Es un matón que persigue y machaca a los débiles.
Amy creyó ver en su amor un alma doliente como la suya. Otro autodestructivo niño abandonado. Blake se coló en sus entrañas, en sus venas. Un parásito infecto que gobernaba su vida. Como el alcohol, como la heroína, como el crack. Un vago, pendenciero que vivió a su costa todo lo que pudo. Para él también, Amy se convirtió en un medio, no en un fin. Hoy se arrepiente de todo aquello.
Cuando tras un año de relación regresa con su novia, la cantante se sumerge en el 'Back toblack'. Desoyendo los consejos de su mánager y amigos decide no hacer la Rehab y transforma todo su dolor en un discazo que ganó cinco Grammys. Amy no pudo recogerlo en Los Ángeles. Las autoridades americanas desaprobaron su visa por su historial de consumo y detenciones. Por supuesto, se lo dedicó a Blake, a sus padres y a Londres. Sobre el escenario le susurró a su mejor amiga: esto sin drogas no tiene gracia.
Mitch es el padre de Amy. Un taxista londinense que se lio por años con una compañera de trabajo. Le faltaba valor para dejar a la familia. La madre, Janis, farmacéutica a tiempo parcial, y con esclerosis desde temprana edad, tuvo que lidiar con sus hijos. Amy era lista, graciosa, artista pero ingobernable. Con tan sólo 13 años se va de casa con una amiga. La rebeldía que despegó con el abandono paterno desencadenó en una cadena de conductas autolesivas. Le encantaba robar novios. Prefería ser la otra que la abandonada.
A pesar de todo, el talento estaba ahí. Su amor por el jazz también. Un amigo músico envía sus grabaciones a las casas de discos y de ahí surge Frank (en homenaje a Frank Sinatra, el cantante favorito de su padre). Con sólo un álbum, Amy cosecha éxito y alcanza fama en todo Reino Unido. La ves pizpireta, fresca y alegre en las entrevistas, con una seguridad en sí misma aplastante y el resto ya, más o menos, lo sabemos.
A pesar de la canción, Amy pasó por la rehabilitación hasta en tres ocasiones. Una acompañada por Blake &ndash¿Qué podía salir mal?&ndash, otra en la isla de Santa Lucía. A Mitch no se le ocurre otra cosa que invitar a unos documentalistas para que vean cómo vive el padre de la artista. Hasta en eso le faltó el respeto a su hija.
Antes de morir, Amy cumplió un sueño: grabar con Tony Bennet 'Body and Soul'. Ganó otro Grammy. Poco importaba. Nada era verdadero, salvo dos otres amigos y la música. «Como estoy loca, necesito componer canciones», decía. El CEO de Universal destruyó sus últimas grabaciones.
Apareció sin vida en su apartamento de Candem, un 23 de julio, víctima de una intoxicación etílica y del 'mainstream'.
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