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Contrafuerte
JOSÉ ANTONIO CASCALES
Martes, 10 de noviembre 2020, 02:14
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JOSÉ ANTONIO CASCALES
Martes, 10 de noviembre 2020, 02:14
Luis no tenía pensado volver hasta septiembre. Sus intenciones, según había comunicado, eran pasar el verano en Balcarrick: seguiría en contacto con el inglés, estaba muy cerca de Dublín y encima lo haría en una villa que los padres de Miguel Becerro habían alquilado. Nadie puso ningún obstáculo; sobre todo porque la familia Becerro era del Opus Dei y estaba en contacto con la suya. Sin embargo, como le ocurría a menudo, sus planes volaron por los aires cuando todo parecía en calma. Una tarde su nombre sonó por megafonía para anunciarle que tenía una llamada desde España en la cabina tres, junto al Oratorio. El sonido metálico y tartamudo le pillo, de rodillas, junto a Miguel. Ambos retrocedieron al instante como si algo les hubiera empujado con fuerza: uno sentándose aún con la bragueta abierta en una silla, el otro a la carrera para atender el requerimiento. Siempre pensó, aunque jamás lo dijo, que, al oír aquello, creyó que lo llamaban para castigarlo; así que mientras corría por el pórtico estuvo inventando una excusa que al final nadie le pidió.
—Luis, soy Blanca, papá ha muerto. Al volver de Sevilla un caballo se ha cruzado y el coche ha quedado destrozado. Tienes que volver. Te estaré esperando en el aeropuerto, en tu correo tienes los billetes.
Luis colgó el teléfono y se meó encima, aunque tampoco lo reveló nunca, y mientras el calor le chorreaba por los muslos, se sintió culpable de haber deseado tantas veces que su padre muriera y avergonzado de pensar que desde el cielo había visto a su único hijo mamársela a su compañero de residencia.
La vuelta fue terrible. Diez meses antes se había marchado y ni siquiera reparó en las turbulencias que sufrió el avión al atravesar el Mar Céltico. Entonces escapaba y todo parecía liberador; pero ahora, irremediablemente, volvía a la casa de Sebastián Ponzoa; a aquella madriguera de supervivientes donde todos, lejos de quejarse, habían aceptado sin perder la sonrisa que la vida era un designio divino y como tal se aceptaba.
—Si Dios lo hubiera querido de otra manera, de otra manera sería —sentenciaba el padre. Todo estaba dicho.
Sin embargo, ni Luis ni Blanca habían sido capaces de soportar aquel contrafuerte que les estaba matando; así que, cuando Ponzoa no los vigilaba, tenían la sensación de que caía un telón y ambos dejaban de interpretar. Blanca aprovechaba los recreos para escapar junto a su amiga Belén, saltaban la valla y se apostaban junto a unas celosías desde donde solo se oía el sonido de las duchas del vestuario de los chicos. Aquel olor a humedad y sudor siempre lo atesoraría como un epíteto del sexo y fue allí donde se sintió por primera vez como una puta y no tuvo miedo de sorprenderse sonriendo satisfecha. Luis no fue capaz de escapar tan pronto; aceptó las direcciones espirituales, soportó los pequeños sacrificios en favor de la indulgencia plenaria y durante años se confesó a diario. Sin embargo, algo cambió cuando Javier Migueles regresó del verano de segundo de BUP y les contó en la fila de primera hora cómo había estado todo el mes de agosto follándose a Marta Palazuelo. Mientras le oían nadie pensó en Escrivá de Balaguer ni en el infierno, de hecho, Luis ni abrió la boca; no eran amigos, solo eran compañeros de clase. Meses más tarde, en un cuarto de baño de un pasillo silencioso, Javier sorprendió a Luis meando con la puerta abierta. Sin mediar palabra entró y cerró con pestillo, se puso detrás de él, le tapó la boca con una mano y con la otra comenzó a meneársela hasta que hizo que se corriera. Luis no opuso resistencia a pesar de ser su primera vez, nadie habló de ello, ni allí ni nunca; no eran amigos. Ese junio, suplicó que le dejaran estudiar COU en Irlanda. Ese junio, salió huyendo.
María fue la única de los tres hijos que siguió los dictados que se entendían aceptables. Asumió con las manos entrelazadas y la cabeza ligeramente agachada una vida muy próxima a la beatitud. Con diecinueve años ingresó en la Obra y se marchó a vivir a Torreciudad. Solo la veían dos veces al año: en Navidad y en verano; pero jamás, salvo en esta ocasión, mostró ningún sentimiento que le hiciera parecer humana. La mañana que regresó a casa para el funeral, Blanca y ella se abrazaron en la puerta y rompieron a llorar. María era en realidad un vestido largo y una chaqueta blanca de hilo, debajo tan solo un desierto detrás de otro. Su madre al verla no se atrevió a decirle nada; pero la hubiera abofeteado allí mismo y le hubiera gritado para que despertara y fuera consciente del error que cometía viviendo de esa manera. Sin embargo, se calló, porque era lo mejor que sabía hacer.
Sebastián había ido dibujando una línea que marcaba cómo debían vivir su mujer y sus tres hijos; elástica e insatisfecha los había perseguido hasta que esa tarde, en la Iglesia, mientras leían a los Efesios, tuvieron la sensación de que acababa de reventar. Todos aceptaron con respeto las muestras de condolencia y rezaron a media voz un responso mientras se terminaba de colocar la lápida; todos depositaron unas cuantas flores junto a ella; todos rozaron el granito oscuro para despedirse; pero ninguno solicitó una copia de la llave del panteón.
Esa noche, Rosario, la madre, sacó del vestidor unos zapatos negros de tacón alto que le mordían en los talones, estuvo andando hasta notar como se quebraba la carne y así, herida, permaneció de pie frente a la ventana mirando satisfecha la noche.
—Si Dios lo hubiera querido de otra manera, de otra manera sería —se dijo.
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