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El 25 de septiembre de 2015 la Asamblea General de la ONU estableció diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para afrontar los grandes retos globales, ... con un horizonte fijado en 2030. Tras casi una década de agenda recorrida, este año se acaba de celebrar en Nueva York, en septiembre pasado, la cumbre de la ONU sobre los ODS, para valorar y acelerar su cumplimiento. Meses después no parecen haber tenido mucho eco social sus resultados. Y es que, no nos engañemos, la idea de plantear objetivos de sostenibilidad es buena, la intención impecable, pero las posibilidades de lograrlo, tal y como se plantean, nulas. De hecho, el editorial de la revista 'Nature' del día 7 de ese mismo septiembre reconoce que no solo no se ha avanzado en ninguno de los 17 objetivos y 169 metas, sino que, en algunos, como el de conservar y alcanzar el uso sostenible de los océanos, se ha retrocedido.
Ya algunos de los objetivos, y la propia denominación de la iniciativa, están formulados de modo que resultan inalcanzables y abocados al fracaso. El desarrollo sostenible, en sí mismo y, por tanto, el objetivo 8 «promover el crecimiento económico sostenido», no solo es una falacia, sino que es el camino al suicidio. Nada puede desarrollarse indefinidamente y antes o después surge un factor limitante que lo impide. Es más, un crecimiento ilimitado y sin regulaciones conduce al cáncer. Se necesitan restricciones que conviertan los flujos de energía y las tendencias al crecimiento en estructuras diversas, interrelacionadas y con la complejidad necesarias para que los sistemas se autoorganicen y surjan propiedades emergentes, capacidades homeostáticas y de control del entorno.
Por ello, el objetivo no debería ser sostener el desarrollo, sino encontrar un nivel de vida y de complejidad y calidad social sostenibles y en equilibrio con nuestra capacidad de mantener el balance sutil entre la necesidad de encontrar o generar gradientes que produzcan flujos de energía y las consecuencias inevitables de la segunda ley de la termodinámica que nos obligan a que con nuestro crecimiento degrademos nuestro entorno y lo contaminemos.
Otro de los objetivos que fallan en su formulación es el 13 «adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos». Está claro que es urgente reducir o eliminar los factores antrópicos que estén contribuyendo al cambio climático, pero centrarse exclusivamente en combatir es arriesgado y el resultado de cualquier guerra, incierto. La posibilidad de que estén jugando también otros factores que aún no controlamos, como ha ocurrido en tantos otros cambios climáticos en nuestro planeta en sus 15.000 millones de años de existencia, no es como para ignorarla. Contra esos factores no es fácil establecer combates en los que llevamos las de perder y deberíamos, al mismo tiempo, estar desarrollando mecanismos, protocolos e infraestructuras de adaptación y prevención de sus consecuencias. Es cierto que las metas de este objetivo sí recogen fortalecer la resiliencia y capacidad de adaptación a los efectos de la llamada emergencia climática, pero los eslóganes tienen mucho más poder mediático que los matices de las ideas y los esfuerzos parecen centrarse en reducción de emisiones directas, con estrategias más basadas en el marketing y oportunismo comercial que en la contabilidad real de los costos energéticos de utilizar una fuente u otra de energía como motor de industrias y automoción, y con indicadores que poco tienen que ver con la anticipación a los cambios que apuntan como inevitables, entre los que se encuentran la anoxia generalizada del fondo de los océanos, el ascenso del nivel del mar o la necesidad de contar con variedades de especies agrícolas y ganaderas adaptadas al estrés hídrico y térmico, o la proliferación de especies invasoras y la desaparición o desplazamiento de las autóctonas, por citar algunos de los más graves.
Pero lo que resulta desmoralizante es la ingenuidad de los planteamientos. Un buen ejemplo es el del editorial de 'Nature' apelando al compromiso y el liderazgo de los dirigentes mundiales. La clave de todo debería estar en el ODS 4, «garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida», que pierde la oportunidad de incidir en la importancia de fomentar el sentido crítico y la utilización de la ciencia como base del conocimiento para anticipar y resolver problemas. El modelo político actual está en contra de la gestión y no duda en sacrificar lo que sea, personas, regiones enteras, actividades económicas o infraestructuras necesarias para la adaptación y el control de las consecuencias del cambio climático, por mantener el poder, quitándole a unos lo que pagan a otros.
Actualmente la principal arma electoral es el cinismo, y las estrategias de manipulación de masas anulan un sentido crítico que apenas sobrevive en catacumbas. Se miente descaradamente, se equipara lo banal con lo grave, mientras se justifican y blanquean delitos, desde el asesinato a sangre fría a las agresiones a leyes y principios éticos fundamentales según las conveniencias. Lamentablemente, en gran medida, el activismo social ecologista ya forma parte de ese entramado y vive de él, instalándose en los problemas, sin que nadie se pare a reflexionar en la necesidad urgente de aplicar medidas concretas o en la utilidad real o las consecuencias últimas de seguir determinadas consignas esgrimidas como un mantra o de manera integrista. Podemos llevar el pin correspondiente con orgullo, pero ¿de verdad queremos salvar así el planeta?
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