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Ana María contaba a todo aquel que la quisiera escuchar que tuvo dos maridos. Uno malo y uno bueno. La autora se convertía en protagonista de una historia apasionante: la suya.
Su infancia transcurre entre Madrid y Barcelona. El padre fabricaba paraguas y toldos. Ana ... María escribía cuentos con dibujos. El desarraigo de tanto trasiego, de ser la rara del cole, se calmaba con las letras. La Matute también te contaba que de niña tuvo que permanecer años en cama por una enfermedad. Una tía se la lleva a Mansilla de la sierra. La princesa sale de su jaula de oro y descubre una realidad social que ni sospechaba: «La pobreza me arañaba por dentro». Entre las horas en cama y la miseria, se fraguaban sus historias. Allí descubre el bosque. Se convierte en árbol y se adentra en las praderas. La madre le pregunta «¿Qué diablos haces ahí sola?» Nada. Permanecer.
Ella, como tantos otros, se convierte en niña de la guerra. En su rutina se queda la imagen de un hombre al que no le dio tiempo comerse su pan y chocolate. El estallido de una bomba le deja con la suculenta merienda en la mano. Se interrumpe el mundo. La guerra lo rompe todo. Ni Abel era tan bueno ni Caín tan malo: «Fue Abel quien mató a Caín y no al revés».
Ana María odiaba definirse y las etiquetas. Qué es eso del feminismo. Realmente ella no necesitó abanderar ninguna causa para hacer lo que le vino en gana. Su juventud transcurre en las boites, en reuniones con otros amigos escritores y poetas. Una joven burguesa, hombreriega, disfrutona. Apartaba el dolor para encontrarse con la risa. Conoce al marido malo: Ramón Eugenio de Goicoechea. Un vividor que la encierra entre cuatro paredes. Tras nueve años de horrible matrimonio, La Matute se separa. Le conceden la custodia de Juan Pablo, su único hijo, a Ramón. Dos años estuvo sin verlo. Los problemas emocionales asoman la patita.
Ana María ganó el Nadal en 1959 con 'Primera memoria'. Una novela repleta de imágenes. La familia reparte el pan escondida del mundo en llamas: «Los niños ya no éramos niños». Una no niña observa que el espejo le devuelve la imagen de sus ojos asustados, «que era, tal vez, la imagen misma de la soledad».
La Matute y su hijo hicieron las américas en la Universidad de Bloomington (Indiana) y Norman (Oklahoma). Vemos a una Ana María muy estilosa, peinada a lo Jackeline, con alguna cana que surcaba su cabeza como una carretera secundaria. Después conocerá al amor de su vida, Julio Brocard. El empresario francés y ella compartieron su pasión por viajar, las fiestas interminables con amigos. Fueron muy felices. Conscientes de su suerte. Sin embargo, una terrible depresión la acecha. Esta se torna más honda cuando Julio fallece el mismo día y a la misma hora de su cumpleaños. La Matute no cree en las casualidades.
Colgó los lápices. Sus libros se descatalogan. Ana María se transforma en bosque, en árbol. Desaparece.
Carmen Balcells la arranca de su aislamiento. Esta madre de escritores se la lleva a su casa, le pone una habitación para trabajar. Máquina de escribir y secretaria. Comienza la resurrección de La Matute con el rey Gudú.
Después llegaron los reconocimientos, muchos. Yo conocí a Ana María una primavera de 2007. Un auditorio repleto la recibía en la Biblioteca Salvador García Aguilar. Antes le había sacado a Manuel Moyano entre mohínes y súplicas un chupito de whisky. La Cosaca imperturbable. El sonotone no funcionaba. Daba igual. La Matute me miraba y me entendía. Las conexiones con los seres mágicos no necesitan de rudimentos eléctricos.
La muchedumbre acudió con libros de toda una vida para que se los firmara. En momentos se sentía abrumada pero no dejó ni uno sólo sin firmar. Cuando terminó la jornada y la dejé en el ascensor de su hotel se dio la vuelta y me preguntó: «Hemos estado bien, ¿verdad?». A finales de ese año le dieron el Premio Nacional de las Letras y en 2010 el Premio Cervantes. Ana María contaba 81 años. «El que no inventa, no vive», sentenció en su discurso.
Lucía bellísima con su traje gris perla.
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